Para leer los artículos anteriores:
“Día tras día, se niega a los niños el Derecho a ser niños. Los hechos,
que se burlan de ese Derecho, imparten sus enseñanzas en la vida cotidiana. El
mundo trata a los niños ricos como si fueran dinero, para que se acostumbren a
actuar como el dinero actúa. El mundo trata a los niños pobres como si fueran
basura. Y a los del medio, a los niños que no son ricos ni pobres, los tiene
atados a la pata del televisor, para que desde muy temprano acepten, como
destino, la vida prisionera. Mucha magia y mucha suerte tienen los niños que
consiguen ser niños..."
Eduardo Galeano
3º HILO. LA ESCUELA
COMO LUGAR DE DESEDUCACIÓN
Por Viviana Taylor
Para el historiador Luis Alberto Romero, “en
tiempos mejores para la Argentina, la educación fue una prioridad de la que nos
quedan, como mudos testigos, algunos magníficos edificios escolares; pero en
algún momento, aunque los enunciados permanecieron, el sentido de esa política
cambió.” (Entrevista concedida a la
Revista Viva – Edición 1º aniversario- julio de 2004)
Si es cierto que hubo un momento en el que
cambió –para peor- el sentido que desde la política se le daba a la educación,
y desde el que la educación se pensaba a sí misma, ¿cuándo fue que esto
sucedió? ¿Y por qué?
Más que de un momento, deberíamos hablar de un
largo proceso, en el cual se pueden señalar ciertos hitos fácilmente
identificables. Esos hitos están constituidos por los momentos en los que los
golpes a la educación fueron intencionales. Y es así como se puede seguir una
línea de continuidad que partió desde 1966, cuando se interrumpió el más
brillante proceso de modernización de la universidad argentina -y paralelamente
se golpearon otros emergentes culturales, como el Instituto Di Tella-; línea
que fue atravesada por el proceso dictatorial iniciado en 1976, durante el cual
los golpes se sucedieron con más dureza; y alcanzó su punto culminante durante
la democracia, en la década de los ‘90. Un proceso que abarcó prácticamente
toda la segunda mitad del Siglo XX, y que consistió en una progresiva pérdida
del sentido tradicional que la escuela y la educación en general habían
detentado hasta ese momento, y que generó uno nuevo al que frecuentemente se la
asocia: deseducación.
Vamos a detenernos un poco en este proceso.
Durante esos años de la segunda mitad del Siglo XX, mientras algunos sectores
pugnaban por reconstruir el tejido académico y afirmar los valores de la
excelencia, otros consideraban a la Universidad como un botín a repartir. Fue
en medio de estas tensiones que la Universidad fue perdiendo su función rectora
sobre el sistema educativo, a la vez que se iba abriendo la puerta a la crítica
a lo que se llamó enciclopedismo. Esta crítica, que resultó fecunda para
el desarrollo de nuevas posturas pedagógicas y didácticas, terminó
banalizándose y se convirtió en una caricatura de sí misma. Y con ello
desembocó en la desvalorización de lo que es esencial en la escuela: el
enseñar. Consecuente, la escuela comenzó a sufrir un vaciamiento de contenidos.
Claro que este proceso no se daba en aislado.
Paralelamente, el deterioro salarial progresivo había ido convirtiendo a la
tarea docente en un trabajo descalificado, y le había quitado la connotación de
lugar aspiracional para los sectores desde los que tradicionalmente
surgían los maestros. El cambio de composición social de los maestros –que
dejaron de provenir de los sectores con mejor acceso a los bienes culturales-
habría sido una importante oportunidad para la consolidación de la escuela como
lugar de ascenso social, de no haber estado acompañada por la supresión de las
escuelas normales, que eran los lugares donde justamente se habían formado los
mejores maestros. Este doble proceso de cambio de la composición social de la
docencia y de pérdida de los mejores lugares para su formación, comenzó a
afectar la calidad de la formación de los docentes. Como si estas variables no
fueran suficientes para explicar el deterioro de la calidad de la educación, se
produjo la transferencia de las escuelas y colegios nacionales –sin el auxilio
de los recursos financieros necesarios- a estados provinciales que en muchos
casos ya eran incapaces de sostener financieramente por sí mismos su propia
administración provincial. El golpe de gracia lo dio una reforma educativa que
avanzó destruyendo lo que quedaba.
Un largo proceso de casi medio siglo en el que a
fuerza de golpes se avanzó en la destrucción de la institución escolar.
Si bien es cierto que la Universidad -que
justamente en 1966 padeció la Noche de los bastones largos- fue
quien recibió los golpes más espectaculares, no es menos cierto que las heridas
más profundas se produjeron en las viejas escuelas primaria y media. Una de las
razones que explican por qué estas heridas, lejos de curarse, se fueron
profundizando durante la transición democrática, tenemos que buscarla en que
las estrategias para el mejoramiento de la calidad de la educación se centraron
en torno del cambio de los contenidos, las normas y las prácticas. Lo que se
esperaba era que estos cambios permitieran desmontar el orden que había
imperado en la escuela durante todo el período anterior. Pero se desatendieron
otros factores que también condicionan la calidad educativa, a los que se
consideraba como meros temas tecnocráticos. Y ahí estuvo el problema.
Las consecuencias, que se fueron haciendo progresivamente más evidentes,
produjeron la reacción de los docentes, que advirtieron que el deterioro de la
calidad se estaba instalando como un argumento utilizado para criticar y
desvalorizar su trabajo y el accionar de la escuela pública. Lo paradójico fue
que la oposición a este tipo de discurso se basó en relativizar la problemática,
y así fue que brindó argumentos que fortalecieron las visiones que pretendía
combatir: no se puede confiar la educación a docentes que no son conscientes
del deterioro que sufre, ni pueden surgir propuestas de mejora de instituciones
que no perciben sus propias limitaciones.
Como veíamos al principio, fue en este contexto -el de los últimos
treinta años del Siglo XX- que se gestó un nuevo concepto para dar cuenta de lo
que estaba aconteciendo en las escuelas: la deseducación. Se trata de un
concepto que intenta explicar el fenómeno por el cual muchas escuelas se
transforman en centros de adoctrinamiento cuyo objetivo es imponer una
obediencia que anule cualquier pensamiento autónomo y creativo. Como una
radicalización de los fenómenos de control social, deseducar pasó a ser la
maquinación ideológica.
En los últimos dos años este tema volvió a tener cierta relevancia, y
presumo que seguirá teniéndola en forma en creciente durante este año electoral
que estamos atravesando. La razón es doble:
·
Por un lado, la preocupación surgió a partir de la denuncia mediática de
ciertos periodistas enrolados en el oposicionismo más acérrimo al gobierno
nacional, por la supuesta presencia de grupos militantes en actividades
escolares –algunas de ellas planificadas por la Dirección de Fortalecimiento de
la Democracia-, que venía a sumarse a una excesiva y sesgada cobertura
mediática a la toma del Colegio Carlos Pellegrini por parte de su centro de
estudiantes (y que desde entonces reflotan como preocupación ante cada oportunidad
mediática que se les abre desde algún conflicto estudiantil).
·
Por otro lado, también contribuyó al reforzamiento del tema la reacción
del Ministerio de Educación porteño, que habilitó una línea gratuita para
denunciar aquellas supuestas actividades políticas.
La presencia de estos dos hechos en los medios, fuertemente fogoneada
desde las redes sociales, ha promovido y reforzado la discusión –bastante
acalorada- respecto de la pertinencia de estas actividades.
Uno de los supuestos de base para negar tal pertinencia es que la
política debe mantenerse ajena a la actividad escolar, ignorando que la
educación es en sí misma una
actividad política. Otro supuesto es considerar a los alumnos y estudiantes
como vírgenes de toda influencia de ese sentido, portadores de un supuesto
estado de inocencia ideológica que es preciso preservar de contaminaciones deformantes.
Y un supuesto más -quizás el que mayores temores provoque- es la creencia en lo
que podríamos llamar Ley del que Pega
Primero: algo así como que “el que
pega primero pega más fuerte, dicta las reglas del juego, y deja marca. Todo el
que llega después debe luchar contra el hecho de que los alumnos ya han sido
marcados por la influencia exclusiva y excluyente del que llegó antes”.
Como si alumnos y estudiantes fuesen absolutamente permeables para luego
volverse absolutamente herméticos, y como si la escuela fuese el hito fundante
de la vida pública, negando la existencia otras pedagogías -cotidiana, local, familiar, ciudadana, mediática, de
mercado…- por influjo de las cuales (desde antes, por fuera y después de la
Escuela) se construyen matrices desde las cuales se interpreta la realidad y se
toman decisiones para actuar sobre-con-a
partir de ella según ese
entramado de interpretaciones construidas.
A pesar de estas preocupaciones, lo cierto es que el adoctrinamiento y
la deseducación no devienen de la exposición temprana a la práctica política,
sino que es fruto de la transmisión sesgada y unívoca de matrices de
interpretación de la realidad, sean del signo que sean. Justamente lo que nos
fue pasando durante este largo proceso de medio siglo al que me he referido.
Una vez que estas matrices se han instalado en nosotros, pasan a conformar
nuestro horizonte de interpretación de la realidad y de significación de la
experiencia. Estas matrices marcan el límite entre lo que podemos ver y lo que
no, lo que podemos interpretar y de qué manera, lo que podemos significar y el
modo en que lo hacemos. Y todo lo que no puede ser asimilado por la matriz,
permanece oculto, incomprensible, invisibilizado. La matriz es lo que nos
señala lo que hay que mirar y cómo entenderlo, pero también son las anteojeras
que ocultan todo el resto.
Paradójicamente, la única forma de evitar el adoctrinamiento y de luchar
contra la deseducación, es la exposición permanente y temprana al tipo de
experiencias que con tanta desconfianza miramos. Es la habitualidad de este
tipo de experiencias lo que colabora con la promoción del desarrollo de un
espíritu crítico y abierto a la diversidad de voces. Quizás sea esta la
verdadera razón –más allá de las explicitadas- por las que tantos
administradores y funcionarios escolares se resisten, desde sus lugares de poder,
a la permeabilidad de la escuela a la política.
No son las prácticas políticas libres, diversas y
variadas la raíz de la deseducación. Por el contrario, la escuela, como parte
de un sistema institucional de control y coerción, durante el proceso
histórico al que hemos hecho referencia –excepto por algunos intentos
espasmódicos- intentó silenciar e incapacitar no sólo a los jóvenes que
ingresaban al sistema educativo, sino a los adultos responsables de impartir
enseñanza. Muchos docentes terminaron evidenciando la falta de un pensamiento
crítico e independiente, y reprodujeron esa falta en sus alumnos. El
aprendizaje rutinario, la falta de asociación de ideas y el estímulo de la
memorización automática como recurso, son síntomas de esta falta, que a la vez
fomentó la banalización de lo intelectual y facilitó el vaciamiento de los
contenidos curriculares. Paralelamente, en un proceso que no hemos logrado aún
superar, se indujeron conductas prejuiciosas y paranoicas en los docentes, y
finalmente se promovió un grado creciente de hostilidad y violencia entre los
adultos por un lado, y los niños y adolescentes por otro. La consecuencia: la
muerte del deseo de aprender. Y la vergonzosa y vergonzantemente silenciada
agonía del deseo de enseñar.
La situación se vuelve más
compleja cuando relacionamos estas evidencias con las exigencias que se nos
plantean a los docentes, producto de la emergencia de demandas sociales y
económicas, de los efectos derivados del desarrollo científico y tecnológico, y
de la propia transformación del sistema educativo, que pugna por ser más
inclusivo de los cuerpos (los chicos dentro de la escuela) a la vez que en las
posibilidades de aprendizaje de calidad (los chicos dentro de la escuela,
aprendiendo). Limitados por las deficiencias propias de nuestra formación en
instituciones atravesadas por estos procesos de vaciamiento, por un sistema que
–a pesar de los muchos progresos en este sentido- todavía lucha por garantizar
la continuidad de la misma (cómo no reconocer el acierto del Plan Nacional de
Formación Permanente Nuestra Escuela), y por una socialización profesional en
la que muchos de nosotros hemos construido nuestros esquemas prácticos de
acción en un contexto desfavorecedor, los docentes hemos ido configurando unas
formas de trabajo difícilmente modificables.
Gastón Bachelard lo resumió magníficamente: “en
el transcurso de una carrera ya larga y variada, jamás he visto a un educador
cambiar de método de educación. Un educador no tiene el sentido del fracaso,
precisamente porque se cree un maestro”.
Por Viviana Taylor