Para leer la primera parte:
La escuela como nudo. 1ª parte
“En la escuela no se educan pastores para rebaños,
sino rebaños para pastores.”
León Tolstoi
1º HILO. LA ESCUELA COMO LUGAR DE REPRODUCCIÓN Y
CONTROL SOCIAL
Por Viviana Taylor
Cuando hablamos de comunidad estamos
haciendo referencia a una noción más ideal que concreta: no existe una
homogeneidad tal en la que todos los que pertenecemos a la misma comunidad nos
encontremos totalmente identificados, al modo de clones culturales. En la
medida en que las sociedades se complejizan, se vuelve imposible la existencia
de un grupo homogéneo de individuos. La cohesión, entonces, pasa a ser una
función del Estado, que es quien debe formular y ejercer las acciones de
política pública que aseguren una integración mínima dentro de la
heterogeneidad, de modo que la convivencia social sea posible. Así, eso que
llamamos comunidad es, más que nada, un proyecto. Corolario: a mayor
desarrollo de una sociedad, mayor necesidad de presencia de un Estado fuerte.
Ahora bien, ¿cómo es posible, desde el Estado,
decidir qué acciones de política pública formular y ejercer? Existen dos vías
para determinarlo: una es la de la represión, que se va a concentrar en
la vigilancia, el control y el disciplinamiento. Otra vía es la de la legitimación,
que es el proceso por el cual el Estado trata de consolidar los procesos de
identificación necesarios para la concreción de la comunidad. Y se relaciona,
por un lado, con la pretensión de que cada individuo se transforme en un ser semejante
al cuerpo social normativamente determinado, y por otro lado, requiere del
acuerdo acerca de cuál es el momento a partir del cual el Estado tiene derecho
a intervenir en esa transformación. La escuela es la institución que se ha
convertido en el escenario privilegiado de este proceso de legitimación, e
históricamente se ha esforzado por lograr esa identidad entendiéndola como
homogeneidad, lo que podemos ver reflejado en el ideal del currículum
único.
Para comenzar a comprender cómo funciona este
currículum, analicemos uno de los elementos que lo constituyen: el panóptico.
Michel Foucault -quien analizó los mecanismos de poder y saber,
según lo que él mismo ha llamado tecnología
disciplinaria- describió cómo la sociedad ha sido organizada proclamando la
vigilancia continua de los individuos, lo que ha producido el desarrollo de un
número impresionante de instituciones de observancia y control: la cárcel, el
hospital psiquiátrico, la fábrica, la escuela. Todas ellas se han manifestado
sobre la base del modelo del panóptico –obra de Jeremias Bentham- que consiste en una forma
arquitectónica que facilita una mayor seguridad y vigilancia de la conducta. En el panóptico no hay indagación, sino
vigilancia y examen.
En el terreno pedagógico, el panóptico se concretó
a través de los programas, los reglamentos escolares, los proyectos
arquitectónicos, las normas para su funcionamiento… todos elementos cuyas
características pueden apreciarse en el proceso de satisfacer las necesidades
de disciplina y enseñanza, mediante mecanismos de vigilancia –algunos sutiles y
otros no tanto- en donde los métodos disciplinarios individualizan en medio de
la multiplicidad, y permiten producir en el individuo la internalización de la
mirada controladora. Así, una vez lograda la internalización, el mejor
vigilante para el alumno pasa a ser el propio alumno.
La práctica diaria de mantener el control en las
instituciones escolares tiene el sentido en tanto asegura la continuidad en la
transmisión ideológica, cuya estrategia es el carácter insistente,
persuasivo, y –sobre todo- repetitivo de la enseñanza. Esto ha dado lugar
al sostenimiento de la superioridad del conocimiento del profesor, que es quien
impone un lenguaje, un conocimiento y una serie de actitudes; una selección de
libros, un método de aprendizaje y prácticas pedagógicas en general; todo lo
cual está impregnado por una fuerte carga ideológica. Frente a estos, la
respuesta admitida posible es la aceptación. El alumno, en su proceso de
aprendizaje, debe adquirir los
conocimientos y absorber una
diversidad simbólica sobre la cual no se
le permite crítica ni cuestionamiento. Con el tiempo, el educando empieza a
concebir la realidad a partir de las prácticas pedagógicas rutinarias que se
conformaron en sus pautas de comportamiento y pensamiento.
Esta
conformación de ideas es lo que identifica a la educación como un espacio
social privilegiado en la construcción y reproducción de los sentidos,
significaciones, valoraciones y prácticas socialmente legitimados, y a los que
la educación misma contribuye a legitimar.
Es en este sentido que se entiende a la
educación escolar como un ámbito fundamentalmente político, ya que desarrolla
una visión del mundo, una interpretación de la realidad, que corresponde a la
clase dominante pero de la cual participamos todos, y que todos –especialmente
los maestros- contribuimos a difundir y consolidar.
La evidencia más claramente visible del panóptico
es arquitectónica: en la construcción de las escuelas deja de ser importante la
vista exterior (como sí lo era en los edificios de principios del siglo XX) para
privilegiarse el espacio interior, que permite un control articulado y
constante. El maestro tiene la posibilidad de vigilar y de construir un saber
sobre los que vigila. Un saber que no se caracteriza por determinar si algo
sucedió o no, sino que trata de verificar si un individuo se conduce o no como
debe, si cumple con las reglas, si progresa… Es un saber que establece qué es
lo normal y qué no lo es, lo correcto y lo incorrecto, lo que se debe y lo que
no. En esto consiste la tecnología individualizante del poder, puesta al
servicio de la detección de la diferencia: si ha logrado recortarnos de la
masa, es porque estamos en falta.
Como vemos, el sistema escolar
implica la imposición del arbitrario cultural de la clase dominante. Con este término Bourdieu
pretende subrayar una idea central en su sistema: los contenidos y formas de la
cultura escolar no hallan su razón de ser en su supuesta relación con la verdadera
naturaleza de las cosas o de los hombres. Por el contrario, es su naturaleza de clase, su relación con la clase que detenta el
poder, la que convierte en legítimo y objetivo lo que no es sino el
arbitrario resultado -en la esfera simbólica- del ejercicio del poder. Y es
justamente aquí donde reside la violencia simbólica: en la capacidad de imponer y convertir en
legítimas significaciones, encubriendo las relaciones de fuerza que se
encuentran en su base.
Una acotación –nada menor- al
paso: es en este marco que se entiende por qué en la actualidad de la discusión
política en nuestro país se habla tanto de relatos y de confrontación
de relatos. No se trata de dilucidar cuál es el que se ajusta más a la
realidad, sino que lo que está en cuestión es la disputa en la difusión de su
interpretación. En nuestras escuelas, el relato que ha logrado imponerse desde
su organización, ha sido el relato liberal que ha impregnado la versión oficial
de la historia a través de la selección de los contenidos a ser enseñados y a
ser silenciados, de los textos de estudio, de las rutinas escolares, de la
distribución del tiempo de trabajo y de ocio, de la programación de las
actividades propias de cada uno, de los criterios y de los modos de evaluación,
de las formas de determinación de la calidad de la enseñanza, en la
interpretación de los que se consideran los factores que inciden sobre sobre el
aprendizaje y la escolarización y los que se desatienden, etc… Este es el
relato que hoy está en disputa: se trata de una nueva forma de ver, interpretar
y operar sobre y desde las escuelas, desde un relato que enmarca un modelo de
país desde una perspectiva nacional, popular, inclusiva e integradora, extensiva
de derechos, regionalista, con proyección universalista.
Como veníamos analizando, es
mediante la acción pedagógica que se ha desplegado la arbitrariedad cultural
liberal-conservadora a través de un proceso cuya carga de violencia simbólica ha
residido en la inculcación de una forma cultural y una ideología que preserva y
reproduce las relaciones de poder entre las clases sociales. Para completar la
comprensión de la eficacia de este proceso, necesitamos apelar al concepto de habitus[1]
que introduce Bourdieu,
para referirse a la interiorización de los principios de un arbitrario cultural
que hace posible su reproducción.
Desde un enfoque teórico
diferente -el del estructuralismo
marxista- también Althusser
centra su interés en demostrar el carácter reproductor del sistema educativo.
Señala que la condición necesaria
para mantener el ritmo de acumulación del capitalismo a nivel mundial, es el
sostenimiento de la producción. Y a su vez, la condición básica para la
existencia de la producción capitalista es la reproducción de las
condiciones de ésta misma. Por eso es que, a diferencia de lo que ocurría en las formaciones
sociales esclavistas y feudales, en el capitalismo la reproducción de la fuerza
de trabajo se lleva a cabo, fundamentalmente, fuera del lugar de producción, a
través del aparato ideológico de Estado dominante que es la escuela. En ella se
aprenden la escritura, la lectura, el cálculo, algunas técnicas y otros
elementos que se podrán aplicar en el desempeño de los diferentes roles
productivos. Pero, junto con ellas, también se aprenden las reglas, los usos
habituales y correctos según el cargo que se está destinado a ocupar en
la división del trabajo: el orden establecido por medio de la dominación de
clase. Por lo tanto, desde esta perspectiva, la escuela es la institución que
proporciona a los miembros de las distintas clases sociales la ideología
apropiada, capaz de lograr la interiorización de las relaciones de dominación
capitalista por parte de la mayoría, apareciendo como el elemento fundamental
en el mantenimiento y la reproducción de la dominación de clase.
Claro que cabe preguntarnos
qué sucede cuando desde el Estado no se trata de mantener ni reproducir la
dominación de clase, sino de cambiar estas formas de la relación de poder entre
las mismas. Ya lo analizaremos al desanudar otro de los hilos de esta trama que
es la Escuela.
En síntesis, podemos entender a la escuela como el
instrumento con el que cuenta una sociedad organizada, en un tiempo y un
espacio específicos, para transmitir y cultivar los valores morales, éticos,
religiosos, sociales y políticos, que desarrollen en los individuos las
actitudes y aptitudes que permitan lograr la cohesión social, y así alcanzar
los objetivos y aspiraciones nacionales. Por lo tanto, desde esta perspectiva
de análisis, la escuela es la institución social en la cual sus funciones y
estructura cumplen con una actividad político-pedagógica. Dicho de otra manera,
la escuela de cualquier sociedad es reflejo de la política e ideología de la
clase dominante, la que detenta el poder.
Entendidas la Escuela y la Educación únicamente
desde su función reproductiva y de control, es fácil concluir que son el
dispositivo que permite homogeneizar un horizonte de pensamiento que es el
mismo para todos, característico de los modos de Estado totalitarios. La Escuela
pasa a ser indispensable para el manejo de masas, permitiendo la reproducción
de la función de control, al establecer la inclusión o exclusión de los
educandos según su mayor o menor congruencia con los valores e intereses de las
élites. La manera de disciplinar en el contexto educativo es formar a
todos a imagen de los poderosos, en la pretensión de que se alcanzarán
determinados derechos y deberes que sólo pueden ser conseguidos a través del
desarrollo escolar, y en la creencia de que las oportunidades para alcanzar una
posición social relevante coinciden con el número de años de escolaridad (¿vio
cómo en estos últimos días se ha buscado instalar nuevamente en los medios la
discusión sobre el voto calificado y se ha vuelto a cuestionar el derecho al
voto desde los 16 años?). Parecería lógico pensar así: en un sistema en el que
se ve como inevitable que haya ganadores y perdedores, se espera que los ganadores sean reclutados entre los
que han recibido una mejor instrucción. Claro que, de todas maneras, habrá
siempre dos, tres o más niveles de instrucción muy diferenciados.
Para comprender esta noción de niveles de
instrucción diferenciados, necesitamos tener en cuenta dos fenómenos:
1.
Por un lado, no todos los sujetos en edad escolar participan del sistema
educativo. Y aunque es cierto que cada vez más sectores acceden a la
escolarización, sólo lograrán alcanzar los conocimientos que la educación
promete aquellos que puedan permanecer en el sistema por una mayor cantidad de
años. El retraso en el acceso a los aprendizajes sustantivos, denominado “fuga
hacia delante”, perjudicó principalmente a los alumnos que provienen de
sectores sociales más bajos, que son quienes pueden permanecer menos tiempo
dentro del sistema educativo. ¿Ponemos un ejemplo concreto, de nuestra realidad
más inmediata? En la Ciudad de Buenos Aires no se garantiza el acceso de toda
la población a la escolaridad pública: no están universalizadas las salas de 4
y 5 años (obligatorias) en el nivel de educación inicial, y aunque se los
excluye a través de mecanismos más sutiles como la forma de inscripción,
tampoco se garantiza el acceso de todos los alumnos a la escolaridad primaria y
secundaria pública. Paralelamente, el diputado del PRO (el partido gobernante
en la Ciudad de Buenos de Aires) Sturzenegger ha propuesto una escuela pública
para sectores menos favorecidos, y una de mayor calidad privada, a la que
puedan acceder los mejores estudiantes que no puedan pagarla a través de un
sistema de becas. Así es como se instala un sistema basado en niveles de
instrucción diferenciados, con un acceso a una mejor escolaridad determinado
por la capacidad de comprar mejor calidad instructiva en el sistema privado, al
que sólo tienen acceso y permanencia a través de un sistema meritocrático los
mejores estudiantes (los mejores promedios según los criterios que este mismo
sistema valora) de quienes no pueden pagar por ella. Nada se dice ni se considera
sobre las desiguales condiciones que
inciden –desde antes y durante la escolaridad- en las diferencias de
posibilidades para alcanzar los “niveles de mérito” requeridos para merecer una
educación de calidad.
2.
Por el otro, la instrucción recibida no es homogénea. El origen social –como vemos
en el punto anterior- determina la presencia en circuitos educativos. Estos
circuitos, a su vez, conformarán un sistema educativo que se define como
democrático e igualador, pero se presenta segmentado de acuerdo con los
sectores sociales a los que atiende. Estos circuitos terminan conformando, en
realidad, un conjunto de subsistemas escolares, cada uno de los cuales brinda
calidades educativas diferenciadas. Un mito bastante extendido se basa en la
creencia de que se distinguen entre sí por el hecho de ser públicos o privados.
Pero esto no es necesariamente cierto: este fenómeno de diferenciación tiene
mucho más que ver con las características de las comunidades asistidas. Así, si
volvemos al ejemplo de los circuitos educativos de la Ciudad de Buenos Aires,
podemos trazar una frontera clara entre el norte y el sur de la misma: las condiciones
de las escuelas públicas del norte de la Ciudad son muy superiores a las del
sur. De la misma manera, si comparamos escuelas públicas del primero y del
segundo cordón del conurbano bonaerense con las de otras de zonas (de la misma
o de diferentes provincias, incluso rurales) nos encontraremos con que las
condiciones de infraestructura y mobiliario, así como los materiales de estudio
y trabajo, condicionan negativamente la calidad de la educación de las
primeras. No es ajena a esta realidad la
magnitud de la matriculación que vuelve al sistema educativo bonaerense comparable
en sus dimensiones con la mayoría de los sistemas educativos nacionales,
complejizando la atención de sus necesidades, y volviendo necesario que sea
atendido en función de esta característica distintiva.
La calidad educativa, en consecuencia, pasa a
poseer el status de una propiedad con atributos específicos. La calidad ya no
es algo que debe cualificar el derecho a la educación, sino un atributo
potencialmente adquirible en el mercado de los bienes educativos. La calidad como propiedad supone la
diferenciación interna en el universo de los consumidores de educación tanto como la legitimidad de excluir a otros de su uso y disfrute. La calidad, como
la propiedad en general, no es algo universalizable. En la
perspectiva conservadora es bueno que así sea, ya que se entiende que son estos
criterios diferenciales de asignación y de aprovechamiento los que estimulan la
competencia, que entienden a su vez como el principio fundamental en la
regulación del Estado.
Llevando a
un extremo este argumento se reconoce que el Estado poco y nada puede hacer
para mejorar la calidad educativa sin producir un efecto perverso en contrario:
nivelar para abajo. En consecuencia, la
falta de calidad -como la no disponibilidad de cualquier propiedad- no es un
asunto del Estado y sí de los mecanismos correctivos que funcionan “naturalmente” en todo mercado. La calidad se
conquista en el mercado y se define por su condición de no derecho.
Así lo entienden quienes visualizan sociedades
duales, compuestas por un número importante de buenos técnicos que satisfagan
los cánones internacionales de calidad, y una superabundante mano de obra
barata. No pocos países están en esto: en ofrecer los salarios más bajos, con
las cargas sociales más bajas, con tal de atraer capitales y tecnología. Y para
manejar esa tecnología, una franja de la población que haya recibido una
educación de primera. La función principal de la escuela es, en este contexto,
otorgar una historia académica que capacite al educando no a conocer el mundo y
a sí mismo, sino a poder acceder a un determinado tipo de trabajo, que lo
ubique en la escala jerárquica ocupacional. Seguramente a algunos lectores le
resonará esta postura, hegemónica hasta no hace mucho tiempo, y que
reactivamente provoca quejas y malestar en ciertos sectores al tratar de
desinstalársela. Sectores que están en pugna para volver a instalar esta
interpretación y su consiguiente relato sobre la realidad y –consecuentemente- el
modelo político en el que encuentra sustento: la vuelta al proyecto neoliberal
de país que nos caracterizó durante los años ’90
Este enfoque, propio de la concepción neoliberal,
fue el que dio lugar al modelo denominado mcdonaldización de la escuela,
en referencia a la penetración de los principios que regulan la lógica de
funcionamiento de los fast food en espacios cada vez más amplios de la
vida social.
Este proceso de mcdonaldización de la escuela
se concreta en diferentes planos articulados, que caracterizan las formas
dominantes de reestructuración educativa propuestas por las administraciones
neoliberales, que tienden a pensar y conformar las instituciones educativas
bajo el modelo de ciertos patrones productivistas y empresariales, que
–como es propio del modelo de Estado Subsidiario- definen un conjunto de
estrategias orientadas a transferir la educación de la esfera de los derechos
sociales a la esfera del mercado.
Según esta mirada, la crisis de la educación
es una crisis de eficiencia, eficacia y productividad, derivada del
efecto de la planificación y el centralismo estatal. Sostiene que la excesiva
burocratización, el clientelismo, la ausencia de mecanismos de libre elección,
la falta de un sistema meritocrático de premios y castigos que estimule la
competencia, son la expresión de un sistema que pretende ser igualizante y
condena a todos a una progresiva improductividad. ¿No ha oído, reiteradamente,
estos reclamos en los últimos días?
En fin, macdonaldizar la escuela supone
pensarla como una institución flexible que debe reaccionar a los estímulos que
emite un mercado educacional altamente competitivo. En esta perspectiva, la
escuela tiene como función la transmisión de ciertas habilidades y competencias
necesarias para que las personas se desempeñen competitivamente en un mercado
de trabajo altamente selectivo y cada vez más restringido. La educación escolar
debe garantizar funciones de selección, clasificación, y jerarquización de los
postulantes a los empleos del futuro.
Pero hay más: en el fast food, unos se atiborran de comida chatarra, que enferma y
desnutre a la vez que simula las redondeces propias de la alimentación; en
tanto otros miran, la ñata contra el vidrio, esperando la hora en que se saquen
a la calle las sobras, para sentir que en algo participan de un festín al que
no han sido invitados. Análogamente, en la escuela... Seguramente ya estará
pensando en los niveles de instrucción y los circuitos educativos
diferenciados. Efectivamente, de eso se trata.
Y
es en esto, en lo que no se dice, donde
reside esta definición de la función social de la escuela. Y semejante desafío
sólo puede ser alcanzado en un mercado educativo que sea él mismo una instancia
de selección, clasificación y jerarquización.
Afortunadamente, no es este el único hilo a desanudar
para comprender la complejidad de la Escuela. Nos faltan algunos más.
Viviana Taylor
En el próximo artículo desanudaremos el 2º hilo:
la escuela como lugar de resistencia y cambio social.
[1] El habitus viene a ser un sistema de
disposiciones durables y transferibles -estructuras estructuradas predispuestas
a funcionar como estructuras estructurantes- que integran todas las
experiencias pasadas y funcionan en cada momento como matriz estructurante de
las percepciones, las apreciaciones y las acciones de los agentes de cara a una
coyuntura o acontecimiento y que él contribuye a producir.