Por Viviana Taylor
¡Qué sabio Juvenal! Lo que el poeta latino ya sabía allá por el primer
siglo de nuestra era, hoy lo confirma la ciencia: está demostrado que el ejercicio
físico, el sueño y la buena alimentación potencian la función cerebral, mejoran
el estado de ánimo y favorecen el aprendizaje.
Y, como estamos en épocas de exámenes vamos a dedicarnos un poco a este
tema.
La
actividad física diaria, al incrementar la capacidad de los glóbulos para
absorber oxígeno, mejora no sólo las funciones muscular, pulmonar y cardíaca,
sino también la función cerebral. Por si con esto no alcanzara, también tiene
un efecto positivo sobre las sustancias químicas del cerebro que alteran el
estado de ánimo: de hecho, en algunas personas, dedicar media hora diaria a una
actividad física moderada (como caminar) puede actuar como antidepresivo.
Respecto
del sueño, conviene tener en cuenta que el ciclo sueño-vigilia es una parte
importante del sistema de patrones corporales diarios, que reciben el nombre de
ritmos
circadianos, expresión que viene del latín y significa “ciclo
diario”.
Nuestros ritmos circadianos rigen muchas funciones corporales, como la
temperatura corporal, la presión sanguínea y los niveles hormonales en la
sangre. Y también la capacidad para estar alerta, pensar con claridad y
utilizar las facultades de movimiento de manera óptima. Esta es la razón por la
que la capacidad física y de alerta mental varía en función de la hora del día.
La luz diurna es un importante regulador de estos ritmos. El reloj
circadiano reside en una parte del cerebro denominada núcleo supraquiasmático,
y regula -durante la noche- la síntesis de melatonina en la glándula pineal, que al ser
transportada al cuerpo provoca sensaciones de somnolencia.
En el caso de las personas con desfase horario por causa de viajes a
través de varios husos horarios (lo que suele denominarse jet lag) el reloj se confunde y para resolver la confusión intenta
poner a cero al resto del cuerpo enviando señales químicas -como el cortisol,
que es la hormona del estrés; y la melatonina, la hormona del sueño-. De
continuarse, esta confusión puede tener consecuencias a largo plazo en el
cerebro y en la capacidad cognitiva. Por ejemplo, se han encontrado numerosas
evidencias de que el volumen de ciertas partes de la corteza temporal y del
hipocampo –regiones cerebrales relacionadas con el aprendizaje y la memoria- es
menor en personas que sufren persistentemente de desfase horario, como en el
caso de las azafatas que cubren trayectos largos con una periodicidad igual o
menor a cinco días.
Dado que la luz diurna es un factor decisivo en la producción de
melatonina, una forma de ayudar al reloj en su puesta a punto es la exposición
a la luz solar, lo que originará un aumento en la calidad y el tiempo total de
sueño y acelerará el cambio en los ritmos circadianos de la melatonina para que
se acomode al nuevo entorno. Esta estrategia también puede ser útil para las
personas a las que por otras razones –como por ejemplo el estrés o incluso la
edad- se les haya perturbado el patrón horario del ciclo sueño-vigilia. Después
de todo, parece que la abuela tenía razón cuando pedía que le llevaran la silla
al patio para poder tomar un poco de sol. Y en los pacientes que suelen estar
mucho tiempo en reposo alejados de la luz solar, la exposición controlada a
ella puede ayudarlos a mejorar su estado de ánimo además de a regular sus
patrones de sueño (por eso es común en los hospitales con parques ver a las
familias reunidas al solcito, en una ronda nada improvisada de mate).
En sí mismo, el sueño es un estado de la conciencia en el que el cerebro
se comporta de manera espectacularmente distinta a como lo hace en el estado de
vigilia.
Durante el sueño se pueden constatar dos tipos principales de estado
cerebral:
·
En el sueño de movimientos rápidos
de los ojos (REM como ha sido más difundido según sus siglas en inglés, o
MOR en castellano) el cerebro está muy activo y todos los músculos corporales
–con excepción de los oculares- están paralizados. Es cuando soñamos más. El
cerebro, aunque profundamente dormido, todavía es capaz de asimilar
información, sobre todo aquella de especial importancia para el que duerme. Por
ejemplo, quizás no reaccionemos a una charla a nuestro lado, o al ruido del
tráfico si nos hemos dormido en el colectivo, pero sí lo haremos si alguien
susurra nuestro nombre o si nuestro bebé llora.
·
El otro tipo de estado cerebral se conoce como sueño de ondas lentas. En este, los impulsos generados por el
cerebro son lentos e infrecuentes. Y puede suceder que hablemos o caminemos
dormidos ya que los músculos no están paralizados.
Al parecer, el sueño influye directamente en la
forma como adquirimos y mantenemos las destrezas nuevas y en cómo recordamos
información, así como en nuestra capacidad para pensar creativamente. Puede
inspirar nuevas percepciones, e incluso facilitar la comprensión de una tarea
recién aprendida. ¿Cómo es posible? Ya había señalado antes que el cerebro sigue activo
durante el sueño. Esta actividad corresponde a la formación de memorias sobre
experiencias e información recibidas durante el día, ya que las regiones
cerebrales implicadas en el aprendizaje del día anterior se reactivan durante
el sueño. Esta actividad, que se registrada en el estadio REM, probablemente
refleja el refuerzo del aprendizaje asimilado durante el día. De hecho, en
varias experiencias se observó que el desempeño de los participantes en una
tarea recientemente aprendida mejoraba al día siguiente, tras haber dormido; e
incluso una breve siesta inmediatamente después de aprender una tarea mejoraba
el rendimiento posterior en la misma. Y, cuanto más larga era la siesta, mejor
resultaba el rendimiento posterior.
Por eso es probable que las reactivaciones cerebrales durante el sueño
reflejen el refuerzo de las conexiones entre neuronas que son importantes para
las tareas aprendidas. De este modo, permiten que la nueva destreza se
incorpore a la memoria de largo plazo.
Consecuentemente, la falta de sueño tiene un
efecto perjudicial para el aprendizaje. Los efectos recurrentes son:
·
Cuando alteramos el patrón de sueño-vigilia: distracción, somnolencia,
irritabilidad, disminución de la capacidad de alerta.
·
Una noche sin dormir: dificulta el pensamiento innovador, la capacidad
de tomar decisiones, y la actualización de planes. El pensamiento se vuelve
rígido, lo que hace que, por ejemplo, en la resolución de una tarea se insista
en repetir la misma estrategia que ha demostrado ser inapropiada.
·
Varias noches de insomnio: afectan gravemente la concentración y el aprendizaje.
Quizás sea a causa de esta relación con el aprendizaje que el cerebro se
esfuerza por compensar la falta de sueño. Por ejemplo, si bien son los lóbulos
temporales los que resultan activados por una tarea de fluidez verbal, se ha
observado que en el caso de personas privadas de sueño los lóbulos parietales
también aparecen activados. Al parecer, en condiciones de privación de sueño,
las áreas parietales aportan una ayuda como parte de un mecanismo
compensatorio.
Visto
y considerando lo antecedente, ¿cuánto deberíamos dormir?
En promedio,
deberíamos dormir no menos de siete horas y media. Y los niños y adolescentes,
bastante más. Es evidente que la mayoría de los adultos dormimos menos de lo
que necesitamos. No es para pasarlo por alto: dormir más por la noche, además
de incrementar los niveles de energía para el día siguiente, mejora el
aprendizaje, la toma de decisiones y la capacidad de innovación. Y evita la
aparición de esas feas bolsas bajo los ojos que nos hacen lucir avejentados y
cansados. No parece poco.
¿No
podríamos buscar otras ayudas, más fáciles de implementar que el ejercicio sistemático
y el sueño regular, para mejorar el aprendizaje?
Bueno… hay
drogas y fármacos que parecen potenciar la memoria indirectamente. Y otras
sustancias y estimulantes, como la cafeína, el alcohol, la nicotina y la
glucosa, parecen facilitar o debilitar el aprendizaje. Sin embargo, es muy
difícil separar los verdaderos efectos de las llamadas drogas inteligentes de
los efectos placebo. Justamente, diversos estudios mostraron los mismos efectos
inequívocos y muy similares en el cerebro y la conducta, tanto de las drogas
como de los placebos (sustancias inocuas que actúan por sugestión, por la
creencia en que tienen un efecto determinado del que, en realidad, carecen). Al
parecer, es sobre todo la simple creencia en que el fármaco ayudará lo que
afecta a las partes del cerebro que procesan la función estudiada. En el caso
del placebo, es posible que su efecto terapéutico se deba a la movilización de
energía adicional, algo así como si dispusiéramos de un depósito de reserva
energético. De ser así, quedaría explicado por qué el efecto sólo se verifica durante
un período de tiempo limitado. Y hasta quizás haya algún costo, como un
provisorio efecto contradictorio posterior –a modo de un efecto rebote- hasta
que se restablezca el equilibrio.
Sobre lo que todavía no tenemos suficientes conocimientos es sobre las
ventajas, la complejidad de los mecanismos que desencadenan, ni los efectos
secundarios de los remedios –se trate de simples hierbas o de drogas
inteligentes- como para recomendarlos como ayuda al aprendizaje. Lo que sí está
demostrado es que muy posiblemente algunos tipos de estilos pedagógicos tengan
los mismos efectos que tomar una sustancia o un placebo, en lo que se refiere a
los sistemas químicos del cerebro. Y sin contraindicaciones ni efectos rebote. Nada como un
buen maestro ofreciendo una buena enseñanza.
Sin embargo, para funcionar, el cerebro sí requiere de algunas cosas.
Por un lado, es precisa una fuente continua de oxígeno. Por eso volvemos a la
recomendación de la actividad física -como correr, caminar enérgicamente,
bailar, nadar, o cualquier otro tipo de ejercicio aeróbico- ya que mejora la
circulación del oxígeno y, consecuentemente, su llegada al cerebro.
También requiere agua y glucosa. Si prestamos atención a que el cerebro
es agua en más de un 80%, es fácil deducir que la deshidratación puede dañarlo
gravemente, con consecuencias evidentes sobre el aprendizaje El simple aumento
de la cantidad de agua que bebemos al día puede favorecer la concentración y la
memoria… hasta cierto punto.
Además, el cerebro obtiene casi toda su energía de la glucosa, que al
igual que el oxígeno es transportada por el torrente sanguíneo. Por eso no sólo
comer sano, sino además con regularidad, también es importante para que el
cerebro funcione óptimamente.
¿Con
qué alimentos podríamos armar una “dieta cerebral”?
En primer lugar, no deberían faltar el pescado ni otros alimentos ricos
en proteínas, ya que contienen dos aminoácidos -el triptófano y la
L-fenilalanina- que ayudan a incrementar las reservas energéticas y a estimular
la producción de serotonina y noradrenalina en el cerebro, sustancias que
desempeñan un papel fundamental en la generación de sensaciones de felicidad.
El triptófano también lo encontramos en los huevos, la leche, la banana,
los productos lácteos y las semillas de girasol. ¡Por fin una “golosina” que
les gusta a los chicos y les hace bien! ¡A comprarles Pipas para el recreo!
La tirosina, que origina sensaciones de vitalidad y empuje, se encuentra
en el tofu y las verduras. Y la endorfina, otra sustancia química feliz, en el
pavo, el pollo, las carnes rojas magras, los huevos y el queso.
Los ácidos grasos de cadena larga, los muy promocionados y prestigiosos
omega-3 y omega-6 –seguramente habrá visto cómo los alimentos que los contienen
se esfuerzan por hacerlo notar en sus envases- son de crucial importancia para
el desarrollo y la función normales del cerebro. No sólo porque constituyen
aproximadamente su 30% y son los componentes básicos de las membranas
celulares, sino porque los requieren las sinapsis cerebrales para poder ser
eficientes. Estos nutrientes también son esenciales para el funcionamiento de
los ojos. Y como sólo se pueden obtener de la dieta, es importante incluir en
ella los alimentos que los contienen, especialmente algunos pescados como el
salmón, el arenque y el atún. Sus efectos positivos son múltiples: mejoran el
estado de ánimo y las capacidades cognitivas, estabilizan el estado de ánimo y
son antidepresivos eficaces. La próxima vez que vaya al supermercado, preste
atención a los envases: busque menos grasas trans, y más omega-3 y 6.
Además de estas, hay muchas otras sustancias beneficiosas para la
capacidad mental y el aprendizaje. Lo bueno es que todas están presentes en los
alimentos de manera natural, y nada indica que haga falta ningún suplemento
alimenticio si la dieta es equilibrada. Pero, si la nutrición es inadecuada,
sobran las evidencias sobre las consecuencias negativas que pueden producirse.
Aunque la recomendación, a esta altura, parece sobrar, insistiré: una dieta sana
favorece el aprendizaje, y una deficiente lo perturba. Dicho esto,
no puedo evitar pensar en las cantinas y kioscos de las escuelas: ¿qué
alternativas de alimentación les estamos ofreciendo a nuestros alumnos? Este es
un tema que deberíamos abordar seriamente, en el interior de cada escuela.
Sobre todo si tenemos en cuenta que desde nuestro discurso pedagógico solemos
sostener que todos los ámbitos escolares deben ser educativos. ¿La promoción de
los hábitos alimentarios que facilitamos lo tiene en cuenta?
Es más, abramos la mirada a todo el sistema. Si acordamos con la idea de
que una dieta equilibrada, con todos los nutrientes necesarios para el
desarrollo cerebral, es una variable crítica a considerar cuando se trata de
favorecer el aprendizaje y luchar contra el fracaso escolar, ¿cómo asegurar que
estos nutrientes sean accesibles a todos los niños? El pescado, el pollo, las
carnes rojas de cortes magros, toda la variedad de frutas y verduras, los
lácteos en general y los huevos son alimentos caros, excluidos de la dieta de
muchas familias. Oportunidades de desarrollo y aprendizaje robadas que
probablemente no se recuperen.
Pero además, si el lóbulo frontal -esa gran región situada en la parte
delantera del cerebro, responsable de los procesos cognitivos de alto nivel
como la planificación, la integración de información, el control de emociones,
la inhibición de impulsos y la toma de decisiones- completa su desarrollo
tan tardíamente como hoy sabemos (las evidencias indican que continúa
haciéndolo hasta cerca de los 30 años y ninguno de los estudios más actuales
sostiene que podría completarse antes de los 18 años) ¿no es claramente
necesario extender los beneficios de esta “dieta cerebral” a los adolescentes y
los jóvenes? Imaginemos una sociedad donde esto no se hiciera: seguramente los
adolescentes se convertirían en jóvenes y adultos con poca capacidad de
planificación y proyección –por ejemplo,
de un proyecto de vida y de las estrategias para lograrlo-, con poco
control sobre sus emociones y la inhibición de sus impulsos –y por lo tanto fácilmente irritables y
agresivos, con tendencia a la solución violenta de los conflictos, lo que
sumado a lo anterior llevaría a una falta de consideración de las consecuencias
posibles de los propios actos-. Sería muy terrible vivir en una sociedad
así, ¿no?
Y más aún, hoy también sabemos que el cerebro continuará desarrollándose
a lo largo de toda la vida. Incluso en algunas zonas, como en el hipocampo,
podrán incrementarse no sólo las sinapsis, sino las neuronas mismas. En
poblaciones cada vez más envejecidas, como la nuestra, ¿la buena alimentación de
los mayores no debería ser también una prioridad política? Después de todo, no
se trata de una pequeña proporción entre muchos otros. ¿Que es caro? No sé… si
todos los argumentos pasan por una cuestión económica, pienso en cuánto se
podrían incrementar las ganancias de las empresas al mejorar la productividad y
la iniciativa, y bajar los niveles de astenia y morbilidad… Y, sobre todo, al
abuelo no le fallaría tanto la memoria: se acordaría de bañarse diariamente y
usar ropa limpia, de dónde guardó ya no sé qué última cosa que perdió y tampoco
recuerda pero busca, y no repetiría por tercera vez en el día –y décima en la
semana- la misma anécdota de cuando era niño y ya había visto nevar en Buenos
Aires. Quizás eso que llamamos despectivamente “cosa de viejos” sea en gran
parte “cosa de mal alimentados”. ¿En serio cree que sería un proyecto
políticamente caro? Yo creo que es prioritario insistir en la profundización de
las acciones de política alimentaria: un campo en el que mucho se ha hecho en
los últimos años, pero donde todavía queda mucho por hacer.
¡Ah, y no nos olvidemos! Insisto en el hecho de que estos alimentos,
además, contribuyen a que nos sintamos mejor, menos deprimidos y más felices,
con un mejor control sobre nuestras emociones y un estado de ánimo más estable.
Y eso, más allá de ser mejor que bueno en sí mismo, también es bueno para el
aprendizaje.
Por Viviana Taylor