Con este
artículo cerramos la serie a través de la cual intentamos comenzar a
desentrañar cuáles son las funciones que definen a esta institución a la que
todos creemos conocer tan bien, pero cuya complejidad tantas veces excede
nuestra comprensión.
Para hacerlo,
hemos trazado un recorrido:
REANUDANDO HILOS
Por Viviana Taylor
“No alcanza con constatar que la cultura educacional es una cultura
de clase, pero actuar como si no lo fuera
es hacer todo para que quede así”
Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron
A pesar de los cambios que se han intentado
imprimir durante los últimos años desde las políticas educativas, y más
específicamente a través de la sanción de la Ley Nacional de Educación, todavía
hablar de la escuela argentina es hablar de un modelo fuertemente regido por
las normas tradicionales del mundo escolar: la formación sigue definiéndose en
términos de programas, de años de escolaridad y de obtención de diplomas.
Hablar de la escuela sigue siendo hablar de una institución fuertemente
centrada en la adquisición de certificaciones y con una orientación claramente
normativa, formadora de ciudadanos heterónomos. Esto es, formadora de
ciudadanos que conciben su ciudadanía más como una participación en la vida
social y política desde la sujeción a las reglas y formalidades que ya han sido
instituidas por otros, más que como ciudadanos autónomos y creativos capaces de
asumir su participación como un compromiso para la extensión de los beneficios
a través de la reformulación de las reglas de juego democrático.
Una escuela que, todavía, ha demostrado un
bajo impacto en la configuración de esquemas de interpretación y conductas
relacionadas con los mundos del trabajo y la profesionalidad, fruto de su
insuficiencia para lograr promover en la práctica cotidiana la apropiación de
contenidos socialmente relevantes, la crítica y el análisis, que son propios
del pensamiento y la actuación.
Sin embargo, este modelo se está
resquebrajando. Y es posible advertirlo –principalmente- en dos fenómenos:
·
Si bien todavía no todos los sujetos en edad escolar
participan del sistema educativo, la universalización de la escolaridad es un
hecho. La escolaridad obligatoria ya se extiende desde la sala de 4 años en el
Nivel Inicial hasta la Escuela Secundaria en su totalidad, y la creación de
nuevas escuelas y universidades en todo el país junto con la extensión de la
Asignación Universal por Hijo y la universalización del plan PROGRESAR, y los
esfuerzos para universalizar la sala de 3 años, hacen que hoy sea posible que
un niño ingrese a la escuela pública a los 4 años y egrese de ella 20 años
después con un título universitario. La fuerza de impacto de estas decisiones
político-pedagógicas es más evidente en regiones de nuestro país que habían
sido tradicional e históricamente postergadas, y donde estos esfuerzos están
más fuertemente focalizados: el noroeste y noreste argentino.
·
Y aunque todavía la instrucción de quienes
participan de ella no es homogénea, la brecha de calidad de enseñanza y de
recursos que caracterizaban a los circuitos educativos diferenciados se ha
reducido notablemente, gracias a la institucionalización de un sistema de
capacitación docente público, gratuito y en servicio hoy coordinado desde el
Plan Nacional de Formación Permanente, el Plan Conectar Igualdad, la
distribución de aulas digitales y laboratorios móviles en las escuelas, la
provisión permanente a sus bibliotecas y mediotecas, la facilitación y
provisión del acceso a bienes simbólicos, culturales y tecnológicos (la
creación de Tecnópolis y la organización de visitas de contingentes escolares,
así como al Museo Malvinas, la participación de alumnos y estudiantes en
eventos históricos como la restitución del sable de San Martín al Museo
Histórico Nacional, la organización de actividades para docentes y
alumnos/estudiantes desde Educ.ar y Paka-Paka, la organización de viajes para
conocer lugares del país diferentes a través de Mi Primer Vuelo y los viajes en
Ferrocarriles Argentinos a destinos recuperados…)
Así, el origen social y el futuro ocupacional
que se le asignaba como destino por su participación en aquellos circuitos
diferenciados que hemos descripto en esta serie de artículos, y que se habían
convertido en profesías autocumplidas, ya no son necesariamente factores que
determinan la existencia.
Hoy ya no se soslaya el concepto de riesgo
educativo, que de amenaza inminente y fatal de marginación educativa y
social, pasó a ser abordado desde la estructura del sistema educativo como un
desafío, que cada vez más escuelas y más docentes estamos asumiendo como lugar
de intervención pedagógica específico y propio.
Con esta expresión se pretende dar cuenta de
aquellos segmentos que nunca asistieron a la escuela, o tienen la primaria
incompleta o –en el mejor de los casos- lograron alcanzar los primeros años de
la escuela secundaria. Este segmento de la población en riesgo educativo, al
que se asumía como no habiendo podido apropiarse de los conocimientos,
aptitudes y destrezas necesarios para participar en forma plena de la vida ciudadana
y del mercado de trabajo. Lo más grave es que estas desigualdades
históricamente se reforzaron con las disparidades en la calidad de la educación
a la que acceden distintos grupos sociales, por lo que podríamos afirmar que
tradicionalmente la propia escuela fue productora y reproductora de riesgo
educativo. Este mecanismo de producción y reproducción de riesgo educativo es
lo que hoy está resquebrajado, y está rompiendo la lógica de la transferencia
intergeneracional de la pobreza.
Por transferencia intergeneracional de la
pobreza hago referencia a la especificidad de una serie de comportamientos que
determinarían la reproducción de la pobreza entre generaciones sucesivas (la
imposibilidad de que los hijos de padres pobres experimenten movilidad social
ascendente, o sea que dejen de ser pobres) como resultado del bloqueo de la
posibilidad de ascenso social intergeneracional. Bloqueo de posibilidades que
refiere a condiciones sociales, políticas y económicas que los exceden. Un
concepto que, en la actualidad, ha comenzado a usarse con mayor frecuencia en
el análisis del impacto social de la crisis económica europea (especialmente en
los realizados en España y Grecia) a la par que está siendo relativizado en los
países de América Latina con gobiernos que llevan adelante modelos populares.
Para analizar los cambios en estos procesos de
riesgo educativo y transferencia intergeneracional de la pobreza, y su relación
con la realidad de nuestra escuela, es crucial apelar al concepto de cohesión
social.
La pérdida de cohesión social, fruto de las
circunstancias políticas, sociales y económicas (cuya consecuencia
paradigmática fue el estallido de nuestro país en 2001-2002, pero que se venían
gestando desde hacía casi cincuenta años atrás a partir de la dictadura
autodenominada Revolución Libertadora) no sólo comportó el incremento de la
desigualdad sino que agudizó la brecha entre los muy pobres y los muy ricos,
destruyendo la existencia de amplios sectores de estratos medios que eran los
que ayudaban a metabolizar el conflicto social. Junto con esto, se perdieron
otros rasgos valiosos: vastos sectores de obreros con inserción laboral estable
y niveles de vida modestos pero dignos, altísimos flujos de ascenso social que
permitían transitar la vida en términos de proyecto y un sistema educativo
concebido como motor del mismo, niveles de integración social superiores a los
de muchos países periféricos e incluso a los de algunos centrales. Todas
pérdidas que, hasta hace poco más de una década, parecían irreparables. Y que
hoy se están revirtiendo (a través de la recuperación del empleo manifiesta en
la tasa de desempleo más baja de los últimos 24 años con un 6,6%; la
recuperación del salario real; el acceso a beneficios secundarios al salario
que inciden directamente sobre la calidad de vida como la extensión y
recuperación de la escolaridad y la salud públicas, las asignaciones familiares
y la Asignación Universal por Hijo, los subsidios al transporte, la energía y a
la continuación de los estudios a través del plan PROGRESAR, del acceso a la
construcción de la vivienda a través de PROCREAR, etc). Muchas de estas
políticas están específicamente focalizadas hacia los jóvenes: se trata de las
generaciones de los nacidos durante 1970-2000, que conforman las generaciones
de quienes se criaron en la cultura de la exclusión, la pobreza, el hambre y –en
el límite- la delincuencia-. Una generación que no vivió la pérdida de
garantías que vivieron sus padres y abuelos, porque nunca las tuvieron, y para
las que era imposible percibir su vida como un proyecto personal que
trascendiera su aquí y ahora. Una generación que carecía de un horizonte futuro
y apenas tenía un presente signado por el subsistir a como diera lugar.
En la última década –contra todo pronóstico y
aunque todavía queda mucho por mejorar, y mucho por alcanzar- el proyecto de
gobierno que encarnó el kirchnerismo (el “modelo”) no sólo logró reducir
sustancialmente la desocupación, sino también en trabajo precario y la
regresividad de la distribución del ingreso. Y entendió que no por ello estos
jóvenes estaban en condiciones de adoptar –de forma automática- los valores
propios de la cultura del trabajo y el esfuerzo, y que era ingenuo pensar que
podrían hacerlo si los educadores no se implicaban en la tarea. Así, a la Ley
Nacional de Educación y la Ley de Educación Técnico Profesional se las
instrumentó con una asignación de recursos para infraestructura, materiales y
formación y capacitación como nunca antes en la historia de la educación
argentina.
Así, el sentido de nacionalidad –que se había
construido a través de la escuela- se redefinió y refundó durante estos últimos
años también a través de ella.
Los conflictos que se viven puertas adentro de
las mismas por los quiebres entre las prácticas tradicionales y las nuevas que
estos cambios conllevan, por la resistencia a la comodidad aparente del orden
de lo instituido, por las contradicciones entre las políticas nacionales y
muchas prácticas conservadores locales, por las nuevas competencias que es
necesario promover en relación con una sociedad que está en pleno proceso de
cambio, no son más que signos de que la escuela está en el centro de la escena
en transformación.
Mi voto de confianza es en favor de que la
escuela sea promotora y motor de los cambios necesarios. De hecho, es necesario
que lo sea, puesto que no hay ninguna otra institución tan estratégicamente
dotada para hacerlo. Y para eso necesitamos una escuela crecientemente
democrática, participativa, abierta, inclusiva, de modo que se constituya en sí
misma en formadora de ciudadanos comprometidos en la construcción de una Patria
cada vez más justa, libre, soberana, equitativa, igualitaria, solidaria.
Viviana
Taylor