¿QUÉ
MÁS SABEMOS SOBRE EL APRENDIZAJE?
Algunas
ideas en torno de la base neuronal del aprendizaje
Viviana
Taylor
INTRODUCCIÓN
En el año 2001,
en los Módulos que por entonces editaba el Instituto CAPACyT para los
postítulos que dictaba, se publicó mi artículo “El Aprendizaje”,
en el cual resumí, a través del análisis de ocho afirmaciones, los aportes que
desde la
Psicología Cognitiva se habían hecho al conocimiento acerca
del proceso de aprender. Desde entonces,
mucha agua ha pasado bajo el puente… Es por eso que creo que hoy es necesario
complementar, con otras nuevas, aquellas afirmaciones sobre este proceso.
Por empezar,
cuando hablamos de aprendizaje es insoslayable el concepto de cognición. Al hablar de cognición
hacemos referencia a todo aquello que se relaciona con lo que más comúnmente
adjudicamos a la “esfera mental”; esto es, todo lo que engloba el pensamiento,
la memoria, la atención, el aprendizaje, las actitudes mentales y las
emociones. Hablar de cognición, entonces, es hablar de la mente. Y no es
posible hablar de la mente separada del
cerebro.
Es por esto que
se hace ineludible considerar los aportes de una ciencia nueva, la neurociencia cognitiva, que se ha ido
desarrollando de la mano de las nuevas tecnologías que permiten estudiar el
cerebro humano vivo. Esta ciencia pretende estudiar la base neuronal –y por lo
tanto física, biológica- de los fenómenos conscientes, de nuestros
pensamientos, emociones, preferencias, conflictos.
Durante los
últimos años, de mano de estos estudios, se han derribado viejas verdades
científicas y se han construido nuevas certezas; se han explicado las causas
desconocidas de fenómenos ya conocidos; y se han complementado –cuando no se
les usurpó directamente- explicaciones causales a otros campos disciplinares. Y
aún quedan muchas respuestas por encontrar, y muchas nuevas preguntas por
hacerse. La neurociencia cognitiva es un campo apasionante y en pleno
desarrollo. Y, por qué no reconocerlo, generador de polémicas.
Como era de
esperarse, esta nueva ciencia ha aportado fecundamente al conocimiento acerca
de cómo se produce el aprendizaje en el cerebro. Sin embargo, casi no hay
literatura sobre las conexiones entre las ciencias del cerebro y la educación.
Menos aún, vínculos entre estas investigaciones y las políticas y prácticas
educativas.
La razón por la
que los estudios neurocientíficos todavía no hayan logrado influir
significativamente sobre la
Teoría de la
Educación, ni
encontrado una aplicación concreta a su práctica, quizás debamos
buscarla en la dificultad para traducir su conocimiento en información valiosa
para los educadores. Es necesario construir un vocabulario común, accesible
tanto a los educadores como a los investigadores cerebrales, que haga posible
un diálogo entre Neurociencia y Pedagogía. Por ahora, la Psicología Cognitiva
parecería ser la más indicada para cumplir
con este papel.
En la primera
parte de este trabajo intentaré resumir tres de los hallazgos –quizás los más
importantes- de la neurobiología del desarrollo:
1.
En la primera infancia se producen incrementos
espectaculares en el número de conexiones entre las células cerebrales,
seguidos de procesos de poda. Este ciclo, aunque en menor medida, se repetirá a
lo largo de gran parte de la vida.
2.
Existen períodos sensibles en que la experiencia
determina el desarrollo del cerebro.
3.
Los entornos normales, no especialmente enriquecidos,
ocasionan en el cerebro la formación de más conexiones que los entornos
empobrecidos.
En la segunda
parte, intentaré vincular estas ideas y otras conexas con sus implicancias
pedagógicas, más o menos directamente relacionadas con la práctica áulica según
sea el caso.
1º
PARTE.
NUEVOS
APORTES DE LA NEUROBIOLOGÍA
DEL
DESARROLLO
EL
CEREBRO, ¿ES O SE HACE?
En mis épocas
de estudiante, una de las primeras cosas que aprendí sobre el cerebro –y todos
repetíamos con la convicción de estar afirmando un axioma matemático o un dogma
de fe, según fuera el caso- fue que las neuronas no se reproducen. Y claro, una
vez revelada esta verdad, la pesadilla común era que, por algún fatídico golpe
del destino, se nos muriera una cierta cantidad de ellas. Pero ya sabemos que
estos son tiempos difíciles para las verdades de la fe. Hasta las más sólidas
tambalean, y no son pocas las que se caen. Veamos los nuevos argumentos de los
impíos.
Sabemos que el
cerebro humano adulto contiene unos cien mil millones de células (neuronas); y sabemos que al nacer, el
cerebro tiene un número de neuronas singularmente similar al del cerebro
adulto. Aún más, también sabemos que casi todas las neuronas del cerebro se
generan mucho antes de nacer: sobre todo durante los tres primeros meses del
embarazo.
Sin embargo,
ahora también sabemos que tanto en el cerebelo como en el hipocampo, el número
de células aumenta notablemente después del nacimiento. Y que, durante su
desarrollo, el cerebro experimenta varias oleadas de reorganización, en las que
no es la cantidad de neuronas lo que cambia, sino el cableado entre ellas. Este cableado consiste en una intrincada red de
conexiones entre las mismas: las fibras cortas conectan neuronas próximas entre
sí y las fibras largas pueden conectar neuronas muy alejadas.
Poco después
del nacimiento, el número de estas conexiones entre las células cerebrales
comienza a aumentar rápidamente. Tanto, que el número de conexiones en el
cerebro del bebé supera en mucho los niveles adultos. ¿Cómo puede ser esto de
que lo supere? Porque luego se produce un proceso de poda, por el cual se reducen en gran medida estas conexiones; poda
que es una parte del desarrollo tan importante como puede serlo el crecimiento
inicial de conexiones. Es más fácil entenderlo si pensamos en cada conexión
como en un camino entre neuronas. Durante el período de proliferación sináptica, cuando aumenta el número de conexiones, se
construyen infinidad de caminos. Claro que más tarde no todos van a resultarnos
útiles: algunos no nos llevarán a ningún lugar al que nos interese ir, otros
resultarán demasiado largos frente a la alternativa de tomar atajos… y sobre
todo, seguramente estorbarán, porque tanta proliferación de caminos vuelve
confusa la lectura de mapas de ruta, y nos tomaría demasiado tiempo decidir por
dónde ir. El proceso de poda aparece como una solución: al destruir los caminos
que hemos dejado, no nos interesa o no nos conviene tomar, encontremos más
rápidamente aquellos más útiles o que solemos transitar.
Volvamos un
poco atrás. Decíamos que poco después del nacimiento el número de las
conexiones neuronales comienza a aumentar rápidamente. Este proceso de aumento
de la densidad sináptica, denominado sinaptogénesis,
dura cierto tiempo, y va a ser seguido por un período de poda sináptica en el que las conexiones usadas con mucha frecuencia
van a resultar reforzadas mientras que las usadas con poca frecuencia serán
eliminadas.
A la par de
este proceso, las largas extensiones (los axones)
de cada célula nerviosa comienzan a cubrirse de una capa de mielina. Para comprender cómo actúa esta
mielina, me gusta pensar por comparación con un cable eléctrico: si bien la
conducción de la electricidad la realizan los filamentos metálicos internos,
los mismos están recubiertos por una vaina plástica que actúa como aislante. De
la misma manera, la mielina cumple con esta función de aislamiento, a la vez
que acelera los impulsos eléctricos.
Hasta ahora se
suponía que la sinaptogénesis y la poda tenían lugar durante los tres primeros
años de vida. Pero, considerando que esta estimación se basa en estudios con
monos, que alcanzan la madurez sexual a los tres años, se comenzó a sospechar
en la probabilidad de que en los seres humanos este proceso también se extendiera
hasta la madurez sexual. En que lo más probable fuera que los períodos de
crecimiento rápido en el desarrollo cerebral de los seres humanos pudieran
extenderse hasta la pubertad.
Por otra parte,
la mayoría de los datos que hoy conocemos acerca del desarrollo del cerebro
humano proceden de estudios sobre la corteza visual, un área grande ubicada en
la parte posterior del cerebro que interpreta los estímulos visuales que entran
por los ojos. En esta área se produce un rápido incremento en el número de
conexiones sinápticas alrededor de los dos o tres meses de edad, y alcanza su
valor máximo a los ocho o diez meses. Luego hay una disminución continua de la
densidad sináptica hasta que se estabiliza alrededor de los diez años,
permaneciendo en este nivel a lo largo de toda la vida adulta. Estos estudios
refuerzan la sospecha de que el período de sinaptogénesis y poda se extenderían
hasta la pubertad.
Sin embargo,
las investigaciones no se detuvieron allí. En los últimos años cobraron mayor
importancia los estudios sobre la corteza frontal, esto es, el área cerebral
encargada de planear acciones, seleccionar e inhibir respuestas, controlar
emociones y tomar decisiones. A
diferencia de lo observado en la corteza visual, en la corteza frontal la
sinaptogénesis tiene lugar más tarde y el proceso de poda tarda mucho más. En
esta área, el desarrollo neuronal prosigue a lo largo de la adolescencia: las
densidades sinápticas comienzan a disminuir recién durante la etapa adolescente
y no alcanzan los niveles adultos hasta, por lo menos, los dieciocho años. Período
que algunos estudios sugieren que podría extenderse hasta bien entrada la
treintena.
De hecho, aunque
el volumen del tejido cerebral parecería permanecer estable, en la corteza
frontal hay más sustancia blanca después de la pubertad que antes. ¿Cómo sucede
esto? Ya habíamos explicado que, a medida que se desarrollan, las neuronas
crean una capa de mielina en torno de su axón, que actúa como aislante e
incrementa la velocidad de transmisión de los impulsos eléctricos de una
neurona a otra. Como la mielina está formada por tejido graso y al microscopio
se ve blanca, a medida que se añade mielina a las neuronas, cuando se las
observa al microscopio las células aparecen menos grises y más blancas, lo que indicaría
que, en la corteza frontal, la velocidad de transmisión de las neuronas es
mayor tras la pubertad. Consecuentemente, a partir de la pubertad cabría
esperar una mejora en las funciones ejecutivas de la inteligencia… algo que los
educadores saben que no necesariamente sucede. ¿Pero por qué?
La respuesta
parece haberla encontrado Huttenlocher, quien descubrió una segunda diferencia
entre el cerebro de los niños prepúberes y el de los pospúberes, que echa un
poco de luz sobre este asunto: tras la pubertad se produce un gran aumento en
la densidad de las sinapsis de la corteza frontal. Al parecer, recién después
de la misma y a lo largo de toda la adolescencia se iniciaría la poda sináptica en la corteza frontal,
esencial para el ajuste de las redes funcionales del tejido cerebral y de los
procesos de percepción, por lo que el ajuste de los procesos cognitivos de los
lóbulos frontales sólo se afianza recién bien entrada la adolescencia. Hasta entonces,
demasiados caminos conformando una confusa red de conexiones en los lóbulos
prefrontales…
Por lo tanto,
podemos vincular los momentos de descenso del rendimiento en la ejecución de
tareas cognitivas en los púberes y adolescentes con el proceso no lineal de
reorganización cerebral que se está produciendo, el que supone un aumento de la
proliferación sináptica en los lóbulos frontales, seguida de poda y
fortalecimiento sináptico. Esta es la razón de una fase de altibajos,
claramente constatable para todos los educadores que trabajan con alumnos de estas
franjas etáreas, que podemos ubicar entre los 11 y los 12 años, y alrededor de
los 16. Esto también explicaría, en parte, por qué las etapas escolares de
mayor repitencia en la enseñanza media se dan en el primer año de la educación
secundaria básica, y en el primer año de
la educación polimodal. Desde la planificación escolar en todos sus niveles nos
convendría prestar atención a estas evidencias, y tomar decisiones pedagógicas
en consecuencia. Podríamos comenzar,
desde la estructura escolar, por no hacer coincidir ni el inicio ni la
finalización de ciclos y/o niveles de la enseñanza formal con las fases de altibajos durante el
desarrollo cerebral; y desde la práctica áulica por ampliar la comprensión
sobre el rendimiento de nuestros alumnos incluyendo esta variable.
Entonces,
¿cuándo alcanza el cerebro la madurez? Parece que mucho después de donde nos
gustaría trazar el final de la adolescencia. De hecho, numerosas investigaciones
revelan que la cantidad de sustancia blanca en los lóbulos frontales sigue
aumentando más allá de bien entrada la veintena, y algunos estudios encontraron
evidencias suficientes para afirmar que sigue aumentando incluso hasta los
sesenta años. Los efectos de esta reorganización parecen ser un mayor control y
una mejor planificación de las acciones complejas necesarias tanto en el
trabajo como en la vida social.
Y aún más. Se
ha señalado que en el hipocampo humano adulto –relacionado con el almacenamiento
y la recuperación de recuerdos, así como con la navegación espacial- pueden
dividirse y desarrollarse células nuevas. Y que aunque todos perdemos células
cerebrales -y con rapidez a partir de los cuarenta años- hay formas de
sustituir al menos algunas de las células perdidas en ciertas regiones
cerebrales.
Consecuentemente,
tanto la educación secundaria como la superior son vitales, ya que todo parece
indicar que –al menos- hasta alrededor de los treinta años de vida el cerebro
todavía se está desarrollando, es adaptable y necesita ser moldeado y modelado.
¿Y cómo podemos ayudar los educadores? Junto con la enseñanza de los contenidos
específicos de nuestro campo de especialización, es necesario fortalecer el
control interno a través de la provisión de experiencias que aporten a la
metacognición. Esto es, que promuevan el conocimiento del ritmo personal y los
estilos propios de aprendizaje, el fomento de la evaluación crítica del
conocimiento adquirido y la enseñanza sistemática de las técnicas generales y
específicas que posibilitan el desarrollo de habilidades y destrezas de
estudios.
Si seguimos
considerando que el tramo que va de 0 a 3 años es una oportunidad
importantísima para la enseñanza, también debería serlo el de 10 a 15 años, ya que en ambos
períodos en el cerebro se produce una reorganización especialmente
espectacular. Y deberíamos seguir ocupándonos después.
Ya no se trata
de afirmar que las conexiones sinápticas que sobrevivirán y crecerán, y las que
se desvanecerán, van a venir determinadas en parte por los genes que el bebé
hereda de sus padres y en parte por sus experiencias tempranas. Debemos
extender el alcance de esta afirmación: ya no se trata del bebé, sino del
bebé-niño-púber-adolescente-joven-adulto. En consecuencia, las experiencias a
considerar ya no son sólo las tempranas, sino continuas.
Y
SI EL CEREBRO SE HACE, ¿CÓMO ES QUE SE HACE?
Hace ya más de
treinta años que sabemos que un animal requiere de ciertos tipos de
estimulación ambiental en momentos específicos durante su desarrollo – a los que
llamamos períodos críticos- para que
se formen con normalidad los sistemas sensoriales y motores del cerebro.
Actualmente, la
mayoría de los neurocientíficos creen –como consecuencia de las nuevas
evidencias que señalara en el punto anterior- que en el hombre estos períodos
críticos no son rígidos ni inflexibles. Se trataría más bien de períodos sensibles que comprenden
cambios sutiles en la susceptibilidad del cerebro para ser moldeado y
modificado por las experiencias que se producen a lo largo de la vida.
De aquellos
estudios precedentes sobre los períodos críticos parecía inferirse la necesidad
de proveer a los niños de entornos enriquecidos, de modo de favorecer su
desarrollo. La idea era no perder el tiempo, ya que pasado el momento indicado,
todo aprendizaje se produciría con más esfuerzo y menos efectividad. Alcanzar
la excelencia en cualquier campo requería comenzar a transitarlo tempranamente.
Claro que, ¿cómo saber cuál sería el campo en el que preferiría desarrollarse
en la vida adulta el todavía niño pequeño? Para no correr riesgos, lo más
lógico parecía ser poner a los niños menores de tres años “en invernaderos”, lo
que significaba crear un entorno artificialmente enriquecido con
sobreexposición a todos los estímulos que fuera posible, a fin de mejorar el
desempeño académico futuro.
Por ejemplo en Estados
Unidos hay grupos educacionales que afirman que los niños deberían empezar a
estudiar cuanto antes sea posible al menos una segunda lengua, matemáticas
avanzadas, lógica y música. En Gran Bretaña, en el año 2000 se le pidió al Subcomité de la Cámara de los Comunes para la Educación en la Infancia Temprana
(que se ocupa de los niños menores a seis años) que estudiara el contenido
adecuado para la educación temprana, el modo en que debería llevarse a cabo,
cómo evaluar el aprendizaje y a qué edad empezar los estudios de los contenidos
académicos propiamente dichos. La tendencia ha sido ir abandonando la
estimulación del desarrollo de destrezas emocionales, sociales y cognitivas en
general a través del juego, en favor del establecimiento de objetivos
curriculares estrictos. Sintetizando, “colocar a los niños en invernaderos” se
refiere a enseñarles a niños menores de 6 años destrezas académicas relacionadas
con el lenguaje, la lógica y la matemática, mediante tarjetas ilustrativas,
videos y otros materiales audiovisuales.
Sin embargo lo
que hoy sabemos es que, si bien los entornos empobrecidos suelen afectar
negativamente al desarrollo del cerebro, el estímulo apropiado no tiene por qué
ser en ningún modo complejo, sino que en los entornos normales es fácil de
obtener. Lo que es especialmente importante, sobre todo en el caso de los niños
pequeños, es la interacción con otros seres humanos, lo que incluye el lenguaje
y la comunicación. Relatarles cuentos o leerles mientras ven sus ilustraciones,
observarlas ellos mismos después
mientras recuerdan el relato -o antes para poder imaginarlo-, acompañar a los
adultos en las compras al supermercado, recorrer el barrio, prestar atención a
las señales de tránsito y su significado, aprender juegos verbales y canciones,
jugar solos y con otros niños de distintas edades, ocuparse de tareas domésticas sencillas, ayudar a poner la mesa
para la comida, son todas tareas cotidianas y suficientemente estimulantes. Y
sospechamos que los entornos artificialmente enriquecidos, sobreestimulantes,
no sólo no aportan a un mejor desarrollo, sino que incluso podrían perturbarlo.
Si bien hay
pruebas de que existen varios períodos sensibles para el desarrollo del
lenguaje, también se ha probado que se aprenden palabras nuevas y se incrementa
el vocabulario durante toda la vida, no habiéndose descubierto ningún período
sensible para el aprendizaje de vocabulario. Y lo que todavía se ignora es si
existen períodos sensibles para el aprendizaje de sistemas de conocimientos
transmitidos culturalmente, como los responsables de la lectura y el cálculo
aritmético. Este es un punto en el que los maestros y los alfabetizadotes de
adultos, desde su práctica cotidiana, tienen mucho por aportar.
HABLANDO
DE ENTORNOS
Considerando
que una característica fundamental del desarrollo cerebral es que las
experiencias ambientales son tan importantes como los programas genéticos, sigue
resultando tentador manipular los entornos de los niños para hacerlos más
ricos, interesantes, estimulantes de lo normal. Sin embargo, es improbable que
a los niños criados en un entorno normal, concebido en función de sus
necesidades, se les pueda privar de la estimulación sensorial apropiada.
Lo que no significa
que no exista un umbral de riqueza ambiental por debajo del cual un entorno se
vuelve precario, lo que podría dañar el cerebro de un bebé.
Los efectos de
los entornos complejos –e insisto: todos los entornos normales lo son- en el
cerebro perduran durante toda la vida. En términos generales, las
investigaciones no respaldan la idea favorable a una atención educacional
selectiva –la vieja recomendación de “ponerlos en invernaderos”- en los
primeros años del niño.
Claro que si se
desatiende a los bebés, se les causa daño. Los niños criados en condiciones muy
precarias, con mala nutrición, mala salud y poca estimulación sensorial o
social, tienen más probabilidades de presentar un retraso en el aprendizaje de
destrezas como andar y hablar, así como un desarrollo cognitivo, emocional y
social deteriorado. Y existe una estrecha relación entre la duración del estado
de privación y la gravedad del retraso intelectual del niño. Además, una
pequeña -pero no por eso no significativa- proporción muestran patrones de
conducta de carácter autístico.
No obstante, en
los casos en que ha sido posible proveer más tarde a estos niños de un entorno
adecuado, la recuperación de las capacidades intelectuales y la mejora de las
conductas similares a las autísticas fueron extraordinarias. La mayoría se
restableció completamente. Lo que demuestra que los niños que han sufrido
muchas privaciones pueden recuperarse en gran medida si se les procura atención
y estimulación rehabilitadoras.
Esto es, todas
las investigaciones aportan a la idea de que, si bien hay períodos sensibles,
en cierta medida es posible dar marcha atrás con respecto a las oportunidades
perdidas. Y la interacción social con otras personas parece ser la clave para
la recuperación de los aprendizajes. Y aún más: no se trata sólo de los niños. Hay
que disfrutar de oportunidades de aprendizaje en todas las edades. Los entornos
precarios nunca son buenos para el cerebro, independientemente de qué tan
jóvenes o viejos seamos.
Esta capacidad
de recuperación, independientemente de nuestra edad, se da por una
característica de nuestro cerebro: su plasticidad.
La plasticidad es la capacidad del sistema
nervioso para adaptarse continuamente a circunstancias cambiantes. No sólo el cerebro
infantil, sino incluso el adulto, tienen una enorme capacidad para el cambio y
para el aprendizaje. El cerebro adulto es flexible, puede hacer que crezcan
células nuevas y es capaz de establecer nuevas conexiones.
Pero esto
depende, fundamentalmente, de cuánto se lo usa: la ley insoslayable para
nuestro cerebro es que lo que no se usa, se pierde. Nuestro cerebro no está
diseñado para la pasividad ni la pereza, sino para la acción. La quietud y la
rutina lo intoxican.
Parece
evidente, entonces, que -por lo general- los cambios en el cerebro se producen
en función del uso. No es posible aprender una destreza nueva y conservarla
para siempre si no se la practica. Y no es conveniente dormirse en los laureles
ni siquiera cuando se ha alcanzado un grado elevado de destreza y después de
que se hayan producido cambios en el cerebro. Si se deja de practicar, las
regiones que se pudieron haber modificado recuperarán su tamaño normal.
Por eso, si
consideramos que el cerebro goza de una plasticidad ininterrumpida hasta la
vejez, cuando dicha capacidad disminuye, entonces es necesario mantenerlo
activo. Es de vital importancia,
especialmente en la ancianidad, fomentar actividades plenas, o sea, aquellas
que sean capaces de poner a todo el cerebro en funcionamiento.
Y, dado que numerosos
estudios han demostrado que durante el aprendizaje de la lectura y la escritura
cambia la estructura cerebral, esto es, que el cerebro de quien sabe leer y
escribir es distinto del de un analfabeto, podemos considerar que justamente una
de estas actividades plenas es escribir,
es decir, expresarse, imaginar, crear, planificar, decidir, actuar…
Utilizar el
cerebro de forma inhabitual es otra de las formas en que se puede estimular la
formación de conexiones nuevas. Por ejemplo, otra actividad plena es la resolución de distintos tipos de problemas,
que originará diferentes clases de procesos de pensamiento mientras se buscan
las soluciones. Como ejemplo de actividades de resolución de problemas podemos
considerar a los crucigramas, los problemas lógicos y los acertijos, los juegos
de mesa que no impliquen azar –o en los que no sea determinante para ganar-
(como el ajedrez, el scrabell, algunos juegos de cartas), el armado de modelos
y maquetas, los juegos de video, computadora y play-station que supongan
estrategias… y hasta podrían serlo organizar la casa y planificar una comida
completa para varios comensales para aquellos que no acostumbran hacerlo. De
hecho, baste considerar cómo muchas personas de edad avanzada, mientras se
mantienen activas y continúan a cargo de sus casas, gozan de una mejor salud
mental, en contraposición con otras que comienzan a delegar cada vez más tareas
en los demás, mientras se deterioran progresivamente.
La plasticidad
no es una capacidad extraña ni eventual,
es lo que sucede en el cerebro cada vez que aprendemos algo: algo tan
complejo como un idioma nuevo, algo más simple como una destreza puntual nueva,
o tan cotidiano como un recorrido nuevo para ir a casa, o incluso cuando vemos un rostro nuevo.
La plasticidad también
hace referencia al modo en que el cerebro se adapta y encuentra nuevas formas
de aprendizaje tras haberse producido alguna lesión, o cuando resultan dañadas
ciertas partes del cuerpo y es necesario aprender a compensar el percance. La
plasticidad como mecanismo de compensación le permite al cerebro “realojar la
función”. Como las células cerebrales pueden cambiar de función en relación con
lo mucho o lo poco que la realicen, el cerebro es capaz de reasignar recursos,
y las funciones que estaban controladas
por la parte dañada lo estarán por otra parte que funciona. De la misma manera,
zonas que permanecerían “ociosas” por la imposibilidad de cumplir con su
función específica, pueden desempeñar otra y así “descongestionar” las áreas
que se saturarían. ¿Le gustarían algunos ejemplos ciertamente asombrosos?
Algunas personas ciegas que aprenden a leer Braille, alojan esta nueva destreza
en la corteza visual, y no en el área correspondiente a la percepción de los
dedos. Por su parte, algunas personas sordas e hipoacúsicas han alojado en la
corteza auditiva la destreza de lectura de labios o de los gestos de la lengua
de señas, según sea el caso, y no en la visual.
Parece cuestión
de literatura fantástica o de ciencia ficción. O al menos de superpoderes. Pero
no es así. La explicación del proceso de plasticidad fue propuesta hace más de
medio siglo por el neurofisiólogo canadiense Donald Hebb en su libro Organization of Behavior. Allí Hebb
escribió que “cuando un axón de una célula A está lo bastante cerca para
estimular una célula B, y repetida o persistentemente toma parte de la descarga
de ésta, tiene lugar cierto proceso de crecimiento o cambio metabólico en una o
ambas células de tal modo que aumenta la eficacia de A como célula que origina
la descarga de B”. Dicho más sencillamente, cuando una neurona envía señales a
otra, y esta segunda neurona resulta activada, se refuerza la conexión entre
ambas. Esta idea sobre cómo las neuronas instalan un nuevo cable en función de
la experiencia recibe el nombre de aprendizaje
hebbiano. El aprendizaje hebbiano es una teoría sobre cómo las neuronas
pueden aprender recableando ligeramente sus conexiones. El incremento duradero
-de más de una hora- en la eficiencia de una sinapsis que resulta de la
actividad neuronal entrante, origina conexiones más fuertes entre las células
nerviosas y da lugar a cambios perdurables en las conexiones sinápticas. Se
cree que estos cambios en las conexiones son responsables del aprendizaje y la
memoria.
2º
PARTE.
ALGUNAS
DERIVACIONES PEDAGÓGICAS
VOLVIENDO
A LAS FUENTES: ¿DE DÓNDE PROCEDE EL CONOCIMIENTO?
Durante siglos,
esta pregunta ha desvelado a los filósofos. Ya me los imagino a Sócrates,
Platón y Aristóteles, pero también a Descartes, James, Kant, y por qué no a
Freud y Piaget -entre tantos otros- agitando desesperadamente las manos, para
poder responder primero. Seguramente tienen mucho, y muy interesante, por
decir. Pero hoy no vamos a dejarlos. Avancemos.
En la
actualidad existe un relativo acuerdo entre los pedagogos respecto de que nuestros conocimientos proceden de la
experiencia. Y si bien esto es cierto para la gran mayoría de los casos, según
la neurociencia cognitiva también es cierto que los niños nacen sabiendo muchas
cosas, que les permiten reconocer caras, comprender los estados mentales de
otras personas, predecir relaciones causales, y hasta calcular. Al parecer,
podría tratarse de una forma de experiencia filogenéticamente acumulada.
Los bebés
humanos nacen con ciertas capacidades sensoriales que se perfeccionan y
desarrollan durante la infancia. Por ejemplo, saben distinguir entre distintas
formas visuales, con una capacidad muy básica -pero impresionante- para
reconocer caras. Lo que, apenas pocos días después de nacer, les permite
aprender a reconocer el rostro de su madre.
Esta extraordinaria
capacidad temprana para reconocer rostros está controlada por vías cerebrales
distintas de las implicadas en el reconocimiento posterior, más perfeccionado. Se
supone que esta capacidad de reconocimiento temprano tal vez sea una capacidad
que ha evolucionado, pues origina un vínculo automático de los recién nacidos
con las personas que ven más a menudo, lo que supone una ventaja adaptativa.
Este
reconocimiento temprano de caras depende de estructuras subcorticales, que forman
parte de una vía del cerebro que nos permite efectuar movimientos rapidísimos y
de manera automática partiendo de lo que vemos. Sólo recién a partir de los dos
o tres meses comienzan las regiones corticales cerebrales de los lóbulos
temporales y occipitales a encargarse de la capacidad de un bebé para reconocer
caras.
Por otra parte,
desde el último trimestre de su vida fetal, los bebés humanos son sensibles a
sonidos del habla. Los recién nacidos saben distinguir sonidos y son sensibles
al ritmo, la entonación y los componentes sonoros del habla; y discriminan entre
voces masculinas y femeninas. A los dos días ya saben distinguir entre su
propia lengua y una lengua extranjera, y a los tres días reconocen la voz de su
madre entre otras.
Entre los seis
y los nueve meses de edad, se ajustan la capacidad para percibir diferencias
individuales en los rostros, y la capacidad para percibir diferencias
minúsculas en los patrones del habla de su propia lengua. A la par de estos
ajustes de la visión y la audición se pierde paulatinamente la facultad de
discriminar entre caras que no son de su misma especie
y entre sonidos que no pertenecen a su lengua. El resultado será la precisión y
la velocidad del cerebro para reconocer a otras personas que hay alrededor, y
lo que dicen.
La afinación de
ciertas distinciones y la pérdida de otras son las dos caras de una misma
moneda, ambas son útiles para que sea posible un procesamiento rápido de los estímulos importantes. Si no fuera así,
lo que se produciría sería una sobrecarga de estimulaciones, una mayor lentitud
y un incremento de la probabilidad de errores. Por eso, aprender cosas nuevas
significa abrir y formar conexiones neurales para sucesos importantes, y cerrar
otros que no los son y que sólo distraerían y confundirían.
Lo que la evidencia
parece señalar es que lo más probable es que los genes desempeñen un papel
importante en el aprendizaje y en las discapacidades para lograrlo. La
programación genética provee –o no- de los mecanismos de arranque del aprendizaje.
Sin embargo, estos no bastan para que se produzca el desarrollo normal del
cerebro. También se requiere de estimulación ambiental. Y ya mucho antes de
nacer el cerebro está moldeado por influencias ambientales, y no sólo por
programas genéticos.
Por eso deducir la conducta, siempre compleja,
directamente de los genes, es un salto mucho más arriesgado y largo que hacerlo
desde el cerebro. Un salto que, al menos por ahora, la neurociencia cognitiva
no está dispuesta a dar. Y muy improbablemente lo haga.
MENS
SANA IN CORPORE SANO
¡Ay, qué sabio
Juvenal! Lo que ya sabía el poeta latino allá por el primer siglo de nuestra
era, hoy lo confirma la ciencia… Porque resulta que está demostrado que el
ejercicio físico, el sueño y la buena alimentación potencian la función
cerebral, mejoran el estado de ánimo y favorecen el aprendizaje.
La actividad
física diaria, al incrementar la capacidad de los glóbulos para absorber
oxígeno, mejora no sólo las funciones muscular, pulmonar y cardíaca, sino
también la función cerebral. Además, tiene un efecto positivo sobre las
sustancias químicas del cerebro que alteran el estado de ánimo; de hecho, en
algunas personas puede por sí solo actuar como antidepresivo.
Respecto del
sueño, comenzaré destacar que el ciclo sueño-vigilia es una parte importante
del sistema de patrones corporales diarios, que reciben el nombre de ritmos circadianos, expresión que viene
del latín y significa “ciclo diario”.
Nuestros ritmos
circadianos rigen muchas funciones corporales, como la temperatura corporal, la
presión sanguínea y los niveles hormonales en la sangre. Y también la capacidad
para estar alerta, pensar con claridad y utilizar las facultades de movimiento
de manera óptima. Por esta razón la capacidad física y de alerta mental varía
en función de la hora del día.
La luz diurna
es un importante regulador de estos ritmos. El reloj circadiano reside en una
parte del cerebro denominada núcleo supraquiasmático, y regula -durante la
noche- la síntesis de melatonina en la glándula pineal, que al ser transportada
al cuerpo provoca sensaciones de somnolencia.
En el caso de
las personas con desfase horario por causa de viajes a través de varios husos
horarios (lo que suele denominarse jet
lag) el reloj se confunde y para resolver la confusión intenta poner a cero
al resto del cuerpo enviando señales químicas -como el cortisol, la hormona del estrés, y la melatonina, la hormona del sueño-. De continuarse, esta confusión
puede tener consecuencias a largo plazo en el cerebro y en la capacidad
cognitiva. Por ejemplo, se han encontrado numerosas evidencias de que el
volumen de ciertas partes de la corteza temporal y del hipocampo –regiones
cerebrales relacionadas con el aprendizaje y la memoria- es menor en personas
que sufren persistentemente de desfase horario, como en el caso de las azafatas
que cubren trayectos largos con una periodicidad igual o menor a cinco días.
Dado que la luz
diurna es un factor decisivo en la producción de melatonina, una forma de
ayudar al reloj en su puesta a punto es la exposición a la luz solar, lo que
originará un aumento en la calidad y el tiempo total de sueño y acelerará el
cambio en los ritmos circadianos de la melatonina para que se acomode al nuevo
entorno. Esta estrategia también puede ser útil para las personas a las que por
otras razones –como por ejemplo el estrés, o incluso la edad- se les haya
perturbado el patrón horario del ciclo sueño-vigilia. Después de todo, parece
que nuestros padres tenían razón cuando llevaban la silla de la abuela al patio
para que tomara un poco de sol.
En sí mismo, el
sueño es un estado de la conciencia en el que el cerebro se comporta de manera
espectacularmente distinta a como lo hace en el estado de vigilia.
Durante el
sueño se pueden constatar dos tipos principales de estado cerebral. En el sueño de movimientos rápidos de los ojos (REM
como ha sido más difundido según sus siglas en inglés, o MOR en castellano) el
cerebro está muy activo y todos los músculos corporales –con excepción de los
oculares- están paralizados. Es cuando soñamos más. El cerebro, aunque
profundamente dormido, todavía es capaz de asimilar información, sobre todo
aquella de especial importancia para el que duerme. Por ejemplo, quizás no
reaccionemos a una charla a nuestro lado, o al ruido del tráfico si nos hemos
dormido en el colectivo, pero sí lo haremos si alguien susurra nuestro nombre o
si nuestro bebé llora. El otro tipo de estado cerebral se conoce como sueño de ondas lentas. En este, los
impulsos generados por el cerebro son lentos e infrecuentes. Incluso puede
suceder que hablemos o caminemos dormidos ya que los músculos no están
paralizados.
Al parecer, el sueño
influye directamente en la forma como adquirimos y mantenemos las destrezas
nuevas y en cómo recordamos información, así como en nuestra capacidad para
pensar creativamente. Puede inspirar nuevas percepciones, e incluso facilitar la comprensión de una
tarea recién aprendida. ¿Cómo es esto posible? Ya había señalado antes que el
cerebro sigue activo durante el sueño. Esta actividad corresponde a la
formación de memorias sobre experiencias e información recibidas durante el
día, ya que las regiones cerebrales implicadas en el aprendizaje del día
anterior se reactivan durante el sueño. Esta actividad, que como ya quedara
señalado se registrada en el estadio REM, probablemente refleja el refuerzo del
aprendizaje asimilado durante el día. De hecho, en varias experiencias se observó
que el desempeño de los participantes en una tarea recientemente aprendida
mejoraba al día siguiente, tras haber dormido; e incluso una breve siesta
inmediatamente después de aprender una tarea mejoraba el rendimiento posterior
en la misma. Y, cuanto más larga era la siesta, mejor resultaba el rendimiento
posterior.
Por eso es
probable que las reactivaciones cerebrales durante el sueño reflejen el
refuerzo de las conexiones entre neuronas que son importantes para las tareas
aprendidas. De este modo, permiten que la nueva destreza se incorpore a la
memoria de largo plazo.
Consecuentemente,
la falta de sueño tiene un efecto perjudicial para el aprendizaje. Los efectos
recurrentes son:
·
Cuando alteramos el patrón de sueño-vigilia:
distracción, somnolencia, irritabilidad, disminución de la capacidad de alerta.
·
Una noche sin dormir: dificulta el pensamiento
innovador, la capacidad de tomar decisiones, y la actualización de planes. El
pensamiento se vuelve rígido, lo que hace que, por ejemplo, en la resolución de
una tarea se insista en repetir la misma estrategia que ha demostrado ser
inapropiada.
·
Varias noches de insomnio: afectan gravemente la
concentración y el aprendizaje.
Quizás sea a
causa de esta relación con el aprendizaje que el cerebro se esfuerza por
compensar la falta de sueño. Por ejemplo, si bien son los lóbulos temporales los
que resultan activados por una tarea de fluidez verbal, se ha observado que en
el caso de personas privadas de sueño los lóbulos parietales también aparecen
activados. Al parecer, en condiciones de privación de sueño, las áreas
parietales aportan una ayuda como parte de un mecanismo compensatorio.
Visto y
considerando lo antecedente, ¿cuánto deberíamos dormir? En promedio, deberíamos
dormir no menos siete horas y media. Y los niños y adolescentes, bastante más. Es
evidente que la mayoría de los adultos dormimos bastante menos de lo que
necesitamos. No es para pasarlo por alto: dormir más por la noche, además de
incrementar los niveles de energía para el día siguiente, mejora el
aprendizaje, la toma de decisiones y la capacidad de innovación. Y evita la
aparición de esas feas bolsas bajo los ojos que nos hacen lucir mayores y
cansados. No parece poco.
¿No podríamos
buscar otras ayudas, más fáciles de implementar que el ejercicio y el sueño,
para mejorar el aprendizaje? Bueno… hay drogas y fármacos que parecen potenciar
la memoria indirectamente. Y otras sustancias y estimulantes, como la cafeína,
el alcohol, la nicotina y la glucosa, parecen facilitar o debilitar el
aprendizaje. Sin embargo, es muy difícil separar los verdaderos efectos de las
llamadas drogas inteligentes y los
efectos placebo.
Justamente, diversos estudios mostraron los mismos efectos inequívocos y muy
similares en el cerebro y la conducta, tanto de las drogas como de los
placebos. Al parecer, es sobre todo la simple creencia en que el fármaco ayudará
lo que afecta a las partes del cerebro que procesan la función estudiada. En el
caso del placebo, es posible que su efecto terapéutico se deba a la movilización
de energía adicional, algo así como si dispusiéramos de un depósito de reserva
energético. De ser así, quedaría explicado por qué el efecto sólo se verifica durante
un período de tiempo limitado. Y hasta quizás haya algún costo, como un
provisorio efecto contradictorio posterior –a modo de un efecto rebote- hasta
que se restablezca el equilibrio.
Sobre lo que
todavía no tenemos suficientes conocimientos es sobre las ventajas, la
complejidad de los mecanismos que desencadenan, ni los efectos secundarios de
los remedios –se trate de simples hierbas o de drogas inteligentes- como para recomendarlos como ayuda al aprendizaje. Lo
que sí está demostrado es que muy posiblemente algunos tipos de estilos
pedagógicos tengan los mismos efectos que tomar una sustancia o un placebo, en
lo que se refiere a los sistemas químicos del cerebro. Y sin contraindicaciones
ni efectos rebote. Nada como un buen maestro ofreciendo una buena enseñanza.
Sin embargo, para
funcionar, el cerebro sí requiere de algunas cosas. Por un lado, es precisa una
fuente continua de oxígeno. Por eso volvemos a la recomendación de la actividad
física -como correr, caminar enérgicamente, bailar, nadar, o cualquier otro
tipo de ejercicio aeróbico- ya que mejora la circulación del oxígeno y,
consecuentemente, su llegada al cerebro.
También
requiere agua y glucosa. Si prestamos atención a que el cerebro es agua en más
de un 80%, es fácil deducir que la deshidratación puede dañarlo gravemente, con
consecuencias evidentes sobre el aprendizaje El simple aumento de la cantidad
de agua que bebemos al día puede favorecer la concentración y la memoria… hasta
cierto punto.
Además, el
cerebro obtiene casi toda su energía de la glucosa, que al igual que el oxígeno
es transportada por el torrente sanguíneo. Por eso no sólo comer sano, sino
además con regularidad, también es importante para que el cerebro funcione
óptimamente.
¿Con qué
alimentos podríamos armar una “dieta cerebral”? En primer lugar, no deberían
faltar el pescado ni otros alimentos ricos en proteínas, ya que contienen dos
aminoácidos -el triptófano y la L-fenilalanina-
que ayudan a incrementar las reservas energéticas y a estimular la producción
de serotonina
y noradrenalina
en el cerebro, sustancias que desempeñan un papel fundamental en la generación
de sensaciones de felicidad.
El triptófano también lo encontramos en los
huevos, la leche, la banana, los productos lácteos y las semillas de girasol.
¡Por fin una “golosina” que les gusta a los chicos y les hace bien! ¡A
comprarles Pipas para
el recreo!
La tirosina,
que origina sensaciones de vitalidad y empuje, se encuentra en el tofu y las
verduras. Y la endorfina,
otra sustancia química feliz, en el pavo, el pollo, las carnes rojas magras, los
huevos y el queso.
Los ácidos
grasos de cadena larga, los muy promocionados y prestigiosos omega-3 y omega-6 –seguramente habrá visto cómo los alimentos que los
contienen se esfuerzan por hacerlo notar en sus envases- son de crucial
importancia para el desarrollo y la función normales del cerebro. No sólo
porque constituyen aproximadamente su 30% y son los componentes básicos de las
membranas celulares, sino porque los requieren las sinapsis cerebrales para
poder ser eficientes. Estos nutrientes también son esenciales para el
funcionamiento de los ojos. Y como sólo se pueden obtener de la dieta, es
importante incluir en ella los alimentos que los contienen, especialmente
algunos pescados como el salmón, el arenque y el atún. Sus efectos positivos son múltiples: mejoran
el estado de ánimo y las capacidades cognitivas, estabilizan el estado de ánimo
y son antidepresivos eficaces. La próxima vez que vaya al supermercado, preste
atención a los envases: busque menos grasas trans, y más omega-3 y 6.
Además de
estas, hay muchas otras sustancias beneficiosas para la capacidad mental y el
aprendizaje. Lo bueno es que todas están presentes en los alimentos de manera
natural, y nada indica que haga falta ningún suplemento alimenticio si la dieta
es equilibrada. Pero, si la nutrición es inadecuada, sobran las evidencias
sobre las consecuencias negativas que pueden producirse. Aunque la
recomendación, a esta altura, parece sobrar, insistiré: una dieta sana favorece
el aprendizaje, y una deficiente lo perturba. Dicho esto, no puedo evitar
pensar en las cantinas y kioscos de las escuelas: ¿qué alternativas de alimentación les estamos
ofreciendo a nuestros alumnos? Este es un tema que deberíamos abordar
seriamente, en el interior de cada escuela. Sobre todo si tenemos en cuenta que
desde nuestro discurso pedagógico solemos sostener que todos los ámbitos
escolares deben ser educativos. ¿La promoción de los hábitos alimentarios que facilitamos
lo tiene en cuenta?
Es más, abramos
la mirada a todo el sistema. Si acordamos con la idea de que una dieta
equilibrada, con todos los nutrientes necesarios para el desarrollo cerebral,
es una variable crítica a considerar cuando se trata de favorecer el
aprendizaje y luchar contra el fracaso escolar, ¿cómo asegurar que estos
nutrientes sean accesibles a todos los niños? El pescado, el pollo, las carnes
rojas de cortes magros, toda la variedad de frutas y verduras, los lácteos en
general y los huevos son alimentos caros, excluidos de la dieta de muchas
familias. Oportunidades de desarrollo y aprendizaje robadas que probablemente
no se recuperen.
Pero además, si el lóbulo
frontral -esa gran región situada en la parte delantera del cerebro,
responsable de los procesos cognitivos de alto nivel como la planificación, la
integración de información, el control de emociones, la inhibición de impulsos
y la toma de decisiones- completa su desarrollo tan tardíamente, ¿no es claramente necesario extender los
beneficios de esta “dieta cerebral” a los adolescentes y los jóvenes?
Imaginemos una sociedad donde esto no se hiciera: seguramente los adolescentes se
convertirían en jóvenes y adultos con poca capacidad de planificación y
proyección –por ejemplo, de un proyecto de vida y de las estrategias para
lograrlo-, con poco control sobre sus emociones y la inhibición de sus impulsos
–y por lo tanto fácilmente irritables y agresivos, con tendencia a la solución
violenta de los conflictos, lo que sumado a lo anterior llevaría a una falta de
consideración de las consecuencias posibles de los propios actos-. Sería muy
terrible vivir en una sociedad así, ¿no?
Y más aún, hoy
también sabemos que el cerebro continuará desarrollándose a lo largo de toda la
vida. Incluso en algunas zonas, como en el hipocampo, podrán incrementarse no
sólo las sinapsis, sino las neuronas mismas. En poblaciones cada vez más
envejecidas, como la nuestra, ¿la buena alimentación de los mayores no debería
ser también una prioridad política? Después de todo, no se trata de una pequeña
proporción entre muchos otros. ¿Que es caro? No sé… si todos los argumentos
pasan por una cuestión económica, pienso en cuánto se podrían incrementar las
ganancias de las empresas al mejorar la productividad y la iniciativa, y bajar
los niveles de astenia y morbilidad… Y, sobre todo, al abuelo no le fallaría
tanto la memoria: se acordaría de bañarse diariamente y usar ropa limpia, de
dónde guardó ya no sé qué última cosa que perdió y tampoco recuerda pero busca,
y no repetiría por tercera vez en el día –y décima en la semana- la misma anécdota
de cuando era niño y ya había visto nevar en Buenos Aires. Quizás eso que
llamamos despectivamente “cosa de viejos” sea en gran parte “cosa de mal
alimentados”. ¿En serio cree que sería un proyecto políticamente caro? Yo creo
que es prioritario poner en marcha una política alimentaria. Es un debate que,
como sociedad, nos debemos.
¡Ah, y no nos
olvidemos! Insisto en el hecho de que estos alimentos, además, contribuyen a
que nos sintamos mejor, menos deprimidos y más felices, con un mejor control
sobre nuestras emociones y un estado de ánimo más estable. Y eso, más allá de
ser mejor que bueno en sí mismo, también es bueno para el aprendizaje.
Y es que, con frecuencia,
así como los recuerdos despiertan nuestras las emociones, las emociones afectan
a la memoria. ¿Un ejemplo? Todos sabemos, por propia experiencia, que los
episodios emocionales se recuerdan mejor que los sucesos neutros. Es lo que
técnicamente podríamos definir como un aprendizaje
de refuerzo único, como cuando nos caemos en un pileta profunda siendo
niños, y nos volvemos temerosos del agua para toda la vida.
En estos
procesos está implicada la amígdala, que
es una parte importante del sistema emocional del cerebro –también denominado sistema límbico-. La amígdala está
involucrada en la formación de memorias mejoradas a largo plazo sobre sucesos
que nos provocaron miedo o tristeza.
¿Cómo se daría este proceso? Ya establecimos que el hipocampo -una estructura cercana que también forma parte del
sistema límbico- es decisivo para la formación de recuerdos. Frente a un
episodio emocional, la amígdala se activa e interacciona con el hipocampo, y al
parecer las conexiones entre ambos conllevarían un refuerzo, responsable de que
la memoria de este suceso emotivo se forme tan rápidamente y sea tan duradera.
En el ejemplo
del niño que cae a la pileta, señalé un caso de aprendizaje por refuerzo único,
un caso de condicionamiento por miedo. En estos casos también actúa la amígdala,
ya que está especialmente implicada en este tipo de condicionamiento por el
cual, a menudo, recién después de reaccionar somos conscientes de por qué hemos
actuado así. ¿Otro ejemplo, para verlo más claro? Supongamos que en una ocasión
en que usted caminaba por una calle solitaria, fue sorprendido con un golpe o
un empujón desde atrás por alguien que le arrebató sus pertenencias. Desde
entonces, cada vez que alguien se le acerca abruptamente desde atrás, sin que
usted lo haya advertido con tiempo suficiente, se da vuelta asustado con sus
brazos en posición defensiva y su corazón se le acelera. No puede controlar la
reacción; y de hecho no puede anticiparla. Es más, se siente avergonzado porque
lo ha puesto en una situación socialmente incómoda en varias ocasiones. Cuando
se da cuenta, ya ha sucedido. Y esto es así porque es por medio de la amígdala
que el cerebro es capaz de detectar y responder al peligro con suma rapidez y
eficacia, interrumpiendo cualquier otra cosa que podamos estar haciendo o a la
que le estemos prestando atención. Después de todo, el desencadenamiento de una
reacción corporal inmediata podría salvarnos la vida. Este tipo de reacciones
suponen una ventaja adaptativa. Y se trata de un tipo de condicionamiento
aprendido que, por la prontitud de su respuesta, puede dar la apariencia de tratarse
de un reflejo. Más adelante, al hablar sobre los tipos de memoria y
aprendizaje, volveremos sobre esto.
Como vemos,
mientras que la amígdala es responsable del aprendizaje emocional inconsciente
–que es automático e impulsivo-; son otras áreas cerebrales -el hipocampo y
ciertas partes de la corteza prefrontal- las encargadas de los aprendizajes
neutros conscientes, como recordar personas, lugares y fechas, y del
procesamiento cognitivo superior –como podría ser la comprensión de por qué una
situación determinada nos provoca miedo-. Las inteligencias emocionales
intuitivas y las conscientes son dos cosas totalmente distintas basadas en
sistemas cerebrales diferentes. Claro que, como existen múltiples y fuertes conexiones entre estas regiones, ambos
tipos de inteligencia y memoria determinan de manera conjunta qué se hará
realmente en una situación concreta.
Ya comprendidas
las funciones de estos sistemas en relación con la formación de memorias,
volvamos al aprendizaje. Para que se produzca un aprendizaje óptimo, los
estudiantes necesitan ser emocionalmente competentes, lo que significa que
deben ser capaces de contenerse e inhibir las reacciones impulsivas, de tratar
con entornos educativos, docentes y temas nuevos, y de colaborar con los maestros
y los otros estudiantes.
Esta necesaria capacidad
para actuar y reaccionar con inteligencia emocional requiere, por lo tanto, de
la interacción de las regiones encargadas de los niveles profundos que procesan
emociones de manera automática, inconsciente y sumamente rápida, y de las
estructuras cerebrales más evolucionadas que se ocupan de los procesos
cognitivos más conscientes, como la planificación y la toma de decisiones.
Pero además,
sabemos que dos de las funciones de la amígdala son, por una parte, interrumpir
la actividad en curso con el fin de inducir respuestas rápidas ante situaciones
peligrosas; y por otra, potenciar la percepción de estímulos potencialmente
peligrosos. Cuando el ambiente escolar y/o áulico se percibe como peligroso o
tenso; cuando las relaciones tanto entre alumnos como con los maestros son
conflictivas; cuando se producen situaciones de violencia física, emocional,
verbal o simbólica; cuando no se atienden las necesidades personales de
aprendizaje; entonces se generan situaciones de estrés, ansiedad y miedo que en
el aula pueden debilitar la capacidad para aprender, al reducir la capacidad de
prestar atención a la tarea que se está realizando. Las continuas
interrupciones que se producen en el trabajo áulico están en relación directa
con el contexto escolar, que es responsable –al menos en parte- de esta
tendencia a la distracción. Y esto no les sucede sólo a los alumnos… los
propios docentes, frente a estas situaciones perturbadoras, también son víctimas de distracciones que los apartan de
sus tareas de enseñanza.
Para tener un
buen rendimiento en la escuela, los niños y jóvenes necesitan aprender a
controlar las conductas impulsivas y a inhibir las reacciones emocionales ante
ciertos sucesos. Claro que, como los importantísimos lóbulos frontales no
estarán desarrollados del todo hasta la edad adulta, necesitamos desde las
escuelas establecer prioridades respecto de la seguridad: en el aula, los
baños, las dependencias y lugares de tránsito comunes, y el patio de recreo. Mientras
no lo hagamos, el estrés, la ansiedad, el miedo y el descontrol seguirán
ganándole la batalla al aprendizaje.
Y en este punto
quiero ser clara con algo: no estoy diciendo que la escuela sea la responsable
de la desatención escolar. Se trata de un problema complejo, que por lo general
se inicia afuera y se nos mete. Lo que sí estoy diciendo es que tenemos la
posibilidad de actuar al menos sobre algunas de las variables que inciden sobre
él. Entonces, ¿por qué no hacerlo? Si bien una golondrina no hace verano,
anuncia su llegada.
Por otra parte,
la mayoría de nuestros niños y jóvenes ya viven fuera de las escuelas
situaciones de violencia e inseguridad, desfavorecedoras de su desarrollo
emocional y social. ¿Por qué darles más
de lo mismo? Deberíamos ser generadores de alternativas y oportunidades.
Porque esa es la función de la escuela.
DE
ADÁN, EVA Y LA MANZANA
Nada más bello
que dejarse caer en la tentación… y nada más difícil que resistirla. ¿Por qué
debe ser así? Resistirse a las tentaciones es difícil porque hay redes
cerebrales grandes y antiguas dedicadas a procesar los estímulos gratificantes,
mientras que –como insistimos varias veces en este trabajo- los sistemas
cerebrales que posibilitan la inhibición de estas redes son comparativamente
recientes y de más lento desarrollo.
El cerebro
produce varias sustancias químicas, llamadas neurotransmisores, uno de los cuales es la dopamina, a la que ya nombramos al hablar de la “dieta cerebral”.
El sistema de la dopamina del cerebro es el que está implicado en la conducta
de la asunción de riesgos y en las recompensas. ¿Cómo funciona?
El sistema dopamínico -que comprende los
lóbulos frontales y el sistema emocional o límbico- responde a diversos
estímulos intrínsecamente placenteros, como la comida y ciertos narcóticos. Justamente
son las sensaciones agradables producidas por estas regiones las que podrían
explicar en parte por qué ciertas sustancias son muy adictivas. Dado que es
también en estas regiones donde se procesan las emociones negativas como el
miedo, no es extraño que en la mayoría de las personas también responda a la
asunción de riesgos, lo que a su vez explicaría por qué también suele ser
adictivo.
Los lóbulos
frontales, que están fuertemente conectados con el sistema límbico, son
normalmente los que nos ayudan a poner freno a las conductas potencialmente
peligrosas, lo sean por las consecuencias negativas relacionadas con su
potencial adictivo o con el riesgo que asumen. Claro que esta región cerebral
tarda en alcanzar su madurez.
Por suerte, no
todas las experiencias agradables son peligrosas. Y las experiencias positivas
moderadas, además de agradables, pueden mejorar la memoria. Por ejemplo, está
debidamente probado que las recompensas moderadas, sobre todo cuando son
inesperadas, refuerzan los recuerdos. Y entre ellas son las recompensas
económicas las que producen efectos considerablemente mejores, incluso que el
refuerzo social por sí solo. Claro que no recomendaría que se pasee por el aula
sobornando con dinero a sus alumnos para que mejoren su rendimiento… aunque
quizás obtendría algunos buenos resultados.
Fuera de broma,
aunque seguramente obtendría algunas mejoras inmediatas en el rendimiento, el
problema con estos refuerzos extrínsecos –esto es, que sitúan la motivación por
aprender fuera de los logros propios del aprendizaje, en la obtención de una
recompensa no relacionada con él- es que instalan en quienes lo reciben la
creencia de que el esfuerzo sólo se justifica si se obtiene una gratificación
–de preferencia material- inmediata. Y el aprendizaje requiere de constancia y
resistencia a la frustración, porque los beneficios son diferidos en el tiempo:
se requiere de esfuerzo sostenido para obtener logros. Es un error común en el
que caen muchos padres que premian con dinero o regalos a sus hijos por cada
logro, y a la larga se niegan a hacer cualquier cosa que no sea recompensada de
la misma manera.
Como decíamos, los estímulos sociales también son
gratificantes e importantes para los sistemas cerebrales implicados en la
evaluación de recompensas. Es efectiva, incluso, la mera expectativa de un
estímulo social potencialmente recompensador. Y como, al contrario de los
estímulos materiales, suelen favorecer la autoestima al proveer una mejor
imagen de sí mismo, además son formativos. Estos estímulos sociales pueden ir
desde los más básicos como mirar a los ojos y prestar atención cuando se nos
habla, una sonrisa satisfecha y aprobatoria,
o una palmada en los hombros; hasta los más planificados como un informe
elogioso, pasando por los cometarios aprobatorios, de muestra de interés o
simplemente amables. Incluso, el destinar tiempo suficiente a la enseñanza, y
ofrecer ayuda y orientación funcionan como estímulos que favorecen el
aprendizaje. Repito algo ya dicho: nada como un buen maestro…
APRENDÍ
A SER FORMAL Y CORTÉS
Si debiéramos
sintetizar todo lo escrito en un párrafo, quizás deberíamos decir que el
cerebro humano ha evolucionado para educar y ser educado, incluso muchas veces
de manera instintiva y sin esfuerzo. Pero que también es el mecanismo natural
que pone límites en el aprendizaje. Nuestro cerebro determina lo que puede ser
aprendido, cuándo, con qué rapidez, y lo que no.
En razón de
esto, nuestra memoria conserva mucha información de la que no hemos sido
conscientes y, además, es capaz de manejarla muy inteligentemente. Es el tipo
de inteligencia que nos proporciona ocurrencias y destrezas, y a la que José
Antonio Marina llama inteligencia
computacional. Frente a esta, complementándola, señala a la inteligencia ejecutiva como la
responsable en formar un sistema de autocontrol que se encargue de seleccionar,
iniciar, y dirigir esas ocurrencias. Alcanzar un buen desarrollo y coordinación
de ambas inteligencias es nuestra gran meta pedagógica.
Estos tipos de
inteligencia dependen de sistemas cerebrales distintos, se desarrollan en
momentos diferentes, y comprenden sistemas de memoria y tipos de aprendizaje
diferenciados.
Memoria
implícita
Es el tipo más
básico de memoria, del que no somos conscientes y sobre el que tenemos poco
control. Se trata de una memoria
condicionada, consistente en la habilidad para producir condicionamientos
relacionados con el placer o con la aversión. Antes ya analizamos un ejemplo de
este tipo de memoria, al explicar dos casos de condicionamiento por miedo, uno
por la caída de un niño en una pileta y otro por un arrebato callejero. Como
dijimos entonces, es un tipo de memoria que se ha incorporado al cerebro a lo
largo de la evolución, dado que puede resultar en la diferencia entre la vida y
la muerte. Al parecer, esta clase de
respuestas condicionadas son controladas, al menos en parte, por el cerebelo.
Un tipo similar
de memoria recibe el nombre de aprendizaje
condicionado, que tiene lugar cuando aprendemos una acción a efectos de
producir una respuesta. Se trata de una habilidad que los bebés comienzan a
desarrollar, aproximadamente, a partir de los tres meses.
También hacia
los tres meses, el desarrollo de estructuras cerebrales profundas relacionadas
con el movimiento –los ganglios basales- posibilita el aprendizaje procedimental, relacionado con la memoria del movimiento y las destrezas motoras.
Gradualmente
los procedimientos que se aprenden de forma natural se van a ir volviendo más
sutiles: existe una progresión entre gatear, ponerse de pie, y caminar. Como para
el cerebro es muy complicado aprender todas estas cosas, es necesario que
destine una gran proporción del mismo a aprender y llevar a cabo destrezas motoras como estas.
También en los
adultos buena parte de los conocimientos son implícitos, como por ejemplo andar en bicicleta, conducir un automóvil,
escribir en un teclado. Y es posible que aprendamos también de esta manera toda
clase de hechos y secuencias. Muy probablemente el hecho de que aprendamos
implícitamente estas informaciones es lo que nos permita experimentar una
sensación de familiaridad frente a ciertas situaciones aparentemente nuevas, y
nos provoque la sensación de “saber algo por instinto”, o “de piel”.
En la tarea
docente, parte de la enseñanza supone hacer explícitos conocimientos
procedimentales o implícitos. Y saber cómo o cuándo hacer explícitas las reglas
de ejecución probablemente es un determinante importante para que la enseñanza
sea efectiva.
Memoria
explícita
La memoria de trabajo -o memoria de corto plazo- es un sistema de memoria que empieza a
desarrollarse durante el primer año de vida. Es la que nos permite guardar y
manipular información, y tener presente la información mientras hacemos
cualquier otra cosa.
El
almacenamiento de recuerdos durante un corto plazo se realiza en una pequeña
porción de la corteza prefrontal. Como esta región cerebral continuará desarrollándose
durante toda la infancia y la adolescencia –y quizás aún más- la capacidad
básica para la memoria de trabajo y a corto plazo continuará perfeccionándose a
lo largo de todo este proceso.
Como es común
que tengamos que llevar a cabo más de una tarea al mismo tiempo, en estos casos
la memoria de trabajo requiere del intercambio de informaciones adecuadas para
una tarea u otra. Un ejemplo típico de aula es pedirles a los alumnos que hagan
un mapa semántico a partir de la lectura de un texto. Si no están
familiarizados con la construcción de este tipo de mapas, y además el contenido
del texto es de aprendizaje, estarán realizando dos tareas que les requieren
esfuerzo a la vez. Otro ejemplo, con niños más pequeños, es la resolución de un
problema matemático cuyo enunciado está escrito: deben lidiar con una lectura
quizás todavía mecánica, con la dificultad consiguiente para interpretar el
significado, generar las estrategias de resolución, operar matemáticamente si
fuera necesario… Como es la corteza prefrontal la que interviene a la hora de
hacer dos cosas a la vez, y se trata de
una estructura de maduración tardía, seguramente va a ser necesario que durante
la enseñanza ajustemos las exigencias de las tareas en función de la estimación
de la madurez neurológica de nuestros alumnos. Quizás una de las razones de los
errores en la ejecución de muchas de las tareas escolares sea simplemente que
les resulta difícil tener presente simultáneamente todas las instrucciones para
realizar varias tareas a la vez. Algo que solucionaríamos fácilmente dividiendo
cada tarea compleja en sus partes más simples, por ejemplo proporcionando una
guía que explicite paso por paso qué deben hacer o que incluyan preguntas
intermedias que orienten en la ejecución de pasos que solemos dejar implícitos.
Un tipo muy
interesante de memoria, exclusiva de los seres humanos, es la memoria prospectiva. Consiste en acordarnos
de hacer algo en el futuro mientras estamos realizando otra actividad. Por
ejemplo, como cuando organizamos las actividades diarias y prevemos que luego
del trabajo debemos recordar ir al supermercado para comprar algunos
ingredientes que nos faltan para la cena. Este tipo de memoria se localiza en
una parte específica de los lóbulos frontales denominada corteza frontopolar, y
ciertas lesiones de los lóbulos frontales dañan muy gravemente su desempeño,
dificultando la vida cotidiana.
Otra clase de
memoria, la memoria episódica,
implica a la corteza frontal y al hipocampo. Se trata de recuerdos de sucesos
acontecidos con nosotros como actores o testigos principales en un lugar y un
tiempo específicos.
En razón del
tardío desarrollo de las regiones implicadas, los niños pequeños no saben
decirnos mucho cuando les preguntamos sobre un suceso, fenómeno que se conoce
como amnesia infantil. Esto es algo
que los padres de los niños que comienzan a ir al Jardín conocen bien: los
niños de dos y tres años parecen
incapaces de recordar cómo han aprendido algo, incluso cuando lo hayan hecho
sólo momentos antes. Pocas cosas son más frustrantes que ir a buscarlos a la
salida del Jardín y preguntarles qué hicieron. Dan la impresión de pretender
guardar un secreto, por la aparente persistencia en no contar nada.
A partir de los
tres años, comienzan a recordar cada vez mejor acontecimientos y episodios
específicos, y también cómo y cuándo se produjeron.
La comprensión
de que el sistema cerebral involucrado en la memoria episódica es bastante
lento en su desarrollo constituye una explicación alternativa a la
psicoanalítica respecto de la causa de esta amnesia infantil, así como de la
pérdida de los recuerdos de la primera infancia. Por eso, para ayudar a fortalecerlo, son
importantes los ejercicios de re-narración de cuentos, las rondas donde cuentan
qué desayunaron o almorzaron –según sea el caso de lo hecho antes de asistir a
la escuela- o algo importante que les haya pasado y quieran compartir, y el que
se les encomienden verbalmente tareas sencillas de recordar para el otro día.
Este sistema
es, además, el primero en debilitarse. Razón por la cual a los adultos mayores
les resulta más sencillo recordar episodios pasados que recientes.
Estas memorias
episódicas se almacenan en áreas cerebrales distintas de las utilizadas para
las memorias semánticas. De hecho, las
personas que sufren amnesia profunda no recuerdan episodios que experimentaron
personalmente, pero son capaces de conservar sus conocimientos semánticos y todavía
hablan. Y quizás no recuerden nada acerca de quiénes son, y sin embargo no
hayan perdido ninguna destreza, por ejemplo, relacionada con un oficio. Es por
eso que, hasta cierto punto, es posible compensar una escasa memoria episódica
mediante el uso, en su lugar, de una memoria de carácter factual. Una
estrategia que usan muchas personas que han perdido su memoria episódica es la
memorización de listas: así, aunque sean incapaces de recordar qué desayunaron
en la mañana, pueden repetirlo a modo de lista memorizada para, por ejemplo,
informárselo al médico.
Y
diferentes formas de aprendizaje
Una de las
maneras más simples y conocidas de aprender es de memoria, o sea, repitiendo palabras u otros ítems una y otra
vez. El aprendizaje memorístico es muy
sencillo: para poder hacerlo apenas se
requiere estar familiarizado con la estructura sonora de una lengua y su
gramática, aunque no sepamos mucho sobre el significado de las palabras que
enumeramos, ya que el aprendizaje de los patrones de sonido es un modo de
almacenar información. ¿Le parece extraño? Viajemos a la infancia… ¿Jugó a
“Pisa pisuela”? ¿Cuánto
tiempo piensa que le tomó memorizar ese cantito que, cuando se lo analiza,
carece de sentido? Y seguramente conocerá el chiste en el que la maestra le
pide a Jaimito que recite la tabla del 9, y Jaimito le responde que ya se
aprendió la música pero todavía no la letra. ¿Por qué somos capaces de
comprender el chiste? Porque, justamente, hemos aprendido las tablas de
multiplicar sosteniéndonos en un cierto ritmo, con el que todavía, tantos años
después, seguimos repitiéndolas. La misma vieja estrategia de los trovadores y
juglares para poder recordar las obras que recitaban de pueblo en pueblo, y a
la que apelaban los dramaturgos que escribían sus obras en verso para
facilitarles la memorización a los actores. ¿Otro ejemplo, más personal? Piense
en su número de teléfono. Repítalo varias veces: seguramente lo hace siempre
con el mismo ritmo. Ahora, intente repetirlo cambiándolo. E intente otra vez,
cambiándolo de nuevo. Seguramente alguna vez alguien lo llamó preguntando si
ese era su número, pero lo recitó de un modo diferente al que usted suele
hacerlo, ¿lo reconoció con facilidad? Espero que no haya cortado, obligándolo a
que lo llame de nuevo.
La corteza premotora
y la corteza frontal inferior del hemisferio izquierdo están implicadas en la
repetición de ítems a recordar, lo cual es válido si se hace tanto en voz alta como en silencio (por eso sin
importar si hace el ejercicio del número de teléfono en voz alta o no, el
resultado será el mismo). Estas áreas cerebrales tienen que ver, además, con la
producción del habla. Veamos otro ejemplo, en el que la vinculación se queda
más clara: cuando los niños están aprendiendo a leer, les resulta más fácil hacerlo
en voz alta. Esto es porque, por un lado, realizan un ejercicio de traducción
de los signos escritos en fonemas; y separadamente, la comprensión del
significado la obtienen de lo que oyen. A medida que van afinando la destreza
lectora, es probable que pasen por un período en que muevan los labios como si
estuvieran leyendo en voz alta, aunque no emitan ningún sonido. Finalmente,
abandonarán este movimiento, aunque muchas personas adultas continúan moviendo
los labios de esta manera.
Lamentablemente,
la memoria experimenta cambios con la edad. Y, cuanto mayor se hace uno, más
difícil es aprender de memoria.
Por su parte, el
aprendizaje de material significativo, llamado por eso mismo aprendizaje significativo,
recurre a un área cerebral adicional: la corteza prefrontal inferior izquierda.
Cuando queremos aprender algo en forma permanente, o se trata de un material
extenso, es mucho más fácil hacerlo si le damos sentido a la información. La
memoria de corto plazo –como ya dijimos- sólo es buena para la repetición
inmediata, mientras se ejecuta una tarea, y además es bastante limitada, ya que
puede manejar sólo unos siete ítems de información a la vez y dura únicamente
entre 15 y 20 segundos. La información significativa, por el contrario, se
almacena automáticamente y es posible recordarla durante mucho más tiempo.
Para colaborar
con este tipo de aprendizaje, las imágenes visuales y la visualización –esto
es, la creación de imágenes mentales- suelen ser eficaces, ya que generan
sensaciones que son procesadas por el cerebro emocional. Por eso, en la tarea
áulica, es importante que usemos imágenes visuales –y cuando sea posible,
visualizaciones- para potenciar el aprendizaje.
Un aporte de la
visualización al aprendizaje es, por ejemplo, cuando imaginamos que hacemos
movimientos sin movernos, lo que tiene realmente consecuencias perceptibles. La
práctica mental del movimiento no sólo mejora la precisión en su ejecución,
sino que incluso –y llamativamente- puede mejorar verdaderamente la fuerza
muscular y la velocidad del movimiento. Esto se debe a que prepararse para el
movimiento recurre a los mismos procesos implicados en imaginar que se lleva a
cabo dicho movimiento.
La imitación es una estrategia de
aprendizaje por demás arraigada. Apenas poco después de nacer, los bebés
humanos ya pueden imitar algunos gestos comunicativos de quienes los rodean. Con
apenas unos días de vida, a menudo imitan expresiones faciales; y hacia las
diez semanas, empiezan a imitar las expresiones faciales mostrando emociones
básicas. El hecho de que los bebés estén dotados de mecanismos de imitación
tiene una explicación evolutiva: la imitación es un importante dispositivo de
aprendizaje y además vincula nuestra identidad a la de los que nos rodean. Se
trata, por lo tanto, de otra ventaja adaptativa.
A diferencia de
esta imitación automática temprana, las imitaciones que aparecen más adelante
no se limitan a reflejar lo visto sino que son muy selectivas. Por ejemplo,
aunque la madre sea la principal fuente del habla, en el caso de que hable con
acento extranjero, el niño pequeño no lo imitará. Otro ejemplo de esta imitación selectiva es
el hecho de que los niños y los adolescentes –y hasta cierto punto los adultos-
tienden a hacer suyos los valores, las actitudes y las conductas de sus
compañeros, sea en la vida real, los libros o la televisión. Y aún los adultos
imitan de manera natural conductas básicas, como gestos y expresiones faciales.
Existe además
otra clase de imitación, en la que nos esforzamos deliberadamente por copiar las
actitudes, los valores y el comportamiento de personas a las que admiramos.
También es el caso de cuando intentamos conscientemente reproducir los patrones
exactos de movimientos de los instructores, por ejemplo cuando estamos
aprendiendo un procedimiento técnico, un deporte o un baile. Evidentemente,
esta capacidad es importante en la enseñanza.
En cuanto a los
mecanismos cerebrales que subyacen a la imitación, la simple observación de
alguien moviéndose activa áreas cerebrales similares a las activadas al
producir esos movimientos uno mismo, del mismo modo en que sucede cuando
estando quietos nos visualizamos a nosotros mismos realizándolos. Y esta
actividad se incrementa cuando el observador ve las acciones del otro con la
intención de imitarlas más tarde, por el reforzamiento de la visualización
propia. Recíprocamente, cuando dos personas interactúan, se activan
simultáneamente las mismas estructuras en ambos cerebros. Las células
implicadas en este tipo de activación se denominan neuronas especulares porque reflejan como un espejo la conducta
observada. Y son las responsables de que, por ejemplo, aprender partiendo de la
observación sea más fácil que aprender a partir de descripciones verbales, por
precisas y detalladas que sean. Justamente, al observar una acción, el cerebro
ya está preparado para imitarla. Este es el fundamento de la enseñanza por modelización.
Seguramente
habrá observado que los niños tienden a imitar continuamente las acciones de
otros, incluso cuando es totalmente inadecuado. Esta falta de inhibición al
principio de la infancia se explica por la falta de madurez de la corteza
frontal -por lo que también se observa en pacientes adultos con la corteza
frontal dañada- y supone una importante ventaja: si los niños fueran capaces de
inhibir sus acciones del mismo modo en que podemos hacerlo los adultos,
tenderían a imitar menos. Y dado que la imitación es útil para aprender, una
reducción en la misma supondría la pérdida de oportunidades de aprendizaje.
En los ámbitos
educativos es útil recordar, además, otro tipo de imitación: la no imitación intencionada. Esto es, la
capacidad para actuar a propósito de manera distinta a como lo hacen otros. Se
trata de una capacidad importantísima, puesto que pone en funcionamiento
procesos de creatividad, necesarios para que la flexibilidad y la originalidad
trasciendan la simple imitación.
En síntesis, si
queremos aprender bien, tomar decisiones acertadas y tener inventiva, son
necesarias tanto la creatividad como la imitación.
Viviana Taylor
De los cien mil millones de neuronas del cerebro, se ha considerado
que a partir de los cuarenta años perdemos aproximadamente cien mil por día. No
sabemos si esto es bueno o malo. Quizás perder células sea una parte necesaria
del aprendizaje.