jueves, 2 de julio de 2015

La Escuela como Nudo. 5ª parte


 

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Estudiar no es crear sino crearse, no es crear una cultura, menos aún crear una nueva cultura, es crearse en el mejor de los casos como un creador de cultura o, en la mayoría de los casos, como usuario o transmisor experto de una cultura creada por otros. Más generalmente, estudiar no es producir, sino producirse como alguien capaz de producir. La educación prepara a los estudiantes para hacer, haciendo lo que hay que hacer para hacerse.

Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron

 



 

 4º HILO. LA ESCUELA
COMO LUGAR DE PARTICIPACIÓN Y DEMOCRATIZACIÓN

 Por Viviana Taylor

 
En la sociedad, la pluralidad es un hecho. Pluralidad que no se refiere a que el número de los sujetos que la conforman sea plural, sino a que son plurales sus identidades e intereses, las funciones que desempeñan, los lugares que ocupan, sus deseos y expectativas, aquello que reconocen como propio y con lo que se identifican.

Estos elementos, tan diversos como diferentes, son los que determinan la existencia de grupos. Grupos que se caracterizan por una relativa homogeneidad interna, con un mayor o menor sentido de pertenencia, y un sentimiento de diferenciación respecto de otros grupos. Grupos más o menos diferentes entre sí, más o menos distanciados, más o menos enfrentados, que conforman la sociedad.

 

Tenemos que partir de esta idea para comprender que la escuela es mucho más que el espacio para el intercambio instructivo entre maestros y estudiantes. La escuela es –ante todo- la institución socialmente responsable y forjadora de buena parte de los cambios que la sociedad en general y los individuos en particular puedan generar. Pero para que eso sea posible tendrá que ocuparse de crear y vivenciar condiciones democráticas para que luego se trasladen y crezcan en el ámbito social. Esto es: la escuela debe trabajar para que la convivencia democrática entre grupos que son tan diferentes sea posible.

 

¿Por qué ponemos esta responsabilidad en la escuela? Cuando hablamos de la escuela como un lugar de socialización, tendemos a pensar que hacemos referencia a un proceso por el cual las generaciones jóvenes internalizan las normas y los valores de una sociedad. Y muchas veces lo imaginamos como un fenómeno mecánico en el cual la sociedad delega en la escuela el papel activo, y los alumnos y estudiantes juegan el pasivo. Incluso muchas veces nos preguntamos si este papel no debería ser subsidiario a otras instituciones –como la familia- e intervenir sólo en los aspectos en que ellas necesitan auxilio, o en los casos en los que fallan. Pero de pronto algo ocurre: alumnos que toman una escuela, peleas entre grupos de compañeros, una madre que golpea violentamente a un director,  denuncias telefónicas por prácticas políticas en las escuelas, protestas por la lectura de ciertos libros o la enseñanza de ciertos contenidos… Lo disruptivo aparece para romper esa fantasía mecanicista, y es cuando caemos en la cuenta de que deberíamos considerar al menos otros tres elementos, como para poder comenzar a pensar en lo que sucede puertas adentro:

 

1.     Lo que se internaliza en los procesos de socialización no es la realidad objetiva. Lo que se internaliza es una interpretación sobre la realidad, que ya ha sido transfigurada por las fantasías, los deseos y los temores de quienes nos precedieron. Esto es, lo que sabemos sobre la realidad no es la realidad; lo que sabemos sobre la realidad son las interpretaciones que hemos construido sobre ella, a partir de las interpretaciones que otros nos han inculcado y de nuestra experiencia a partir de esas relaciones.

2.     Dado que la escuela no es nuestro primer lugar de socialización, no llegamos a ella vírgenes de interpretaciones. Ya hemos transitado –y hemos sido atravesados- por procesos de identificación nacidos de los vínculos intrafamiliares. A través de esta primera estructuración de la personalidad, construimos matrices de interpretación de modo que vamos a ir  haciendo proyecciones en el campo de lo social, que van a extenderse a otros adultos, sobre todo en la escuela. Y más tarde se extenderán a toda figura de autoridad, como las que se nos presenten en los ámbitos laboral y político. Una característica muy particular de este tipo de socialización es que se da en “contextos de iguales”. ¿A qué le llamo “contextos de iguales”? Las familias tienden a concentrar sus relaciones sociales en grupos que le resultan afines: cierto grupo religioso y no otros, cierto club y no otros, cierto grupo político y no otros, cierto barrio y no otros… Por rica que parezca ser la experiencia social que pueda promoverse desde una familia, siempre será dentro de un “contexto de iguales”, esto es, entre grupos con los que se comparten las mismas interpretaciones sobre la realidad. La escuela es la primera institución en la que la mayoría de los niños se encuentra con “lo diferente”: niños provenientes de otras familias, con otros universos interpretativos. Y esto siempre que consideremos a escuelas inclusivas,  y no a las que atienden a sectores muy particulares, y por eso se suman y aportan a ese contexto de iguales de la experiencia familiar.

 

Considerando estos dos nuevos elementos, es fácil advertir que el grado de identificación que cada nuevo alumno va a sentir con la escuela dependerá del grado de cercanía o distancia entre la cultura escolar que se propone y la cultura familiar que porta, o sea, entre esos dos universos de interpretaciones. De esta tensión ya me he ocupado en el 2º hilo de esta escuela como nudo.

 

3.     Pero el tipo de socialización que se produce en la escuela es todavía mucho más complejo que el relativo a estos dos aspectos. En ella, además, se promueve un tipo particular de experiencia que consiste en la socialización entre pares. Un tipo de socialización que sucede al margen de la intervención de los adultos, y de la que estos no siempre están conscientes. Voy a tratar de explicar sencillamente de qué se trata…

 

Junto con el tipo de socialización que estamos acostumbrados a considerar, existe otro modo de apropiación de la realidad que se lleva a cabo sin la intermediación directa de adultos, y que sólo funciona si se desarrolla dentro de un marco social de pares. Generalmente se da dentro de pequeños grupos, como el grupo de clase, la barra, o la tribu. Estos tipos de agrupamiento crean las condiciones para que los niños y adolescentes se sientan protagonistas de sus propias acciones y decisiones, al no sentir la intromisión de la autoridad de los adultos. Este protagonismo en las decisiones es lo que les permite inaugurar el sentimiento de autoría: la sensación de ser dueños de sus propias elecciones y de los actos a los que llevan. En esto consiste el proceso de apropiación del acto. Un proceso que está opuesto a la fuerza tradicional de la autoridad, que tiende a reservar para los adultos la legitimidad en las decisiones. Dada esta tensión entre la apropiación del acto y la fuerza tradicional de la autoridad, es en los resquicios en los que la autoridad de los adultos disminuye donde los jóvenes advierten la posibilidad de tomar decisiones y llevarlas a cabo.  Por eso la escuela es el terreno donde se juega esta experiencia crucial para el desarrollo social, la participación y la democratización: es el lugar donde se promueve la posibilidad de tomar decisiones compartidas en grupos de pares que no provienen de contextos de iguales; grupos de pares que antes de emprender una toma colectiva de decisiones necesitan confrontar sus interpretaciones para construir acuerdos.

 

En síntesis, podemos decir que para nuestros chicos hay dos formas de estar en la escuela: por un lado, poniendo en juego las relaciones interpersonales con los adultos y las instituciones; y otra forma a través de la cual se apropian de sus actos, en la acción colectiva con sus grupos de pares.

 

Ahora bien, para que la escuela sea efectivamente un lugar de democratización es necesario que se configure como una comunidad en la que se promueva realmente esta apropiación. Este es el modo en que se favorece el desarrollo de la autonomía, como condición previa para el ejercicio pleno de la ciudadanía en una sociedad democrática. Claro que la situación no es sencilla siendo la escuela una comunidad plural. Si en ella confrontan grupos que portan interpretaciones diferentes, y necesitan construir significaciones comunes, es en la resolución de la dinámica  entre pertenencia-diferenciación donde se juega la posibilidad de convivencia. Vamos a detenernos un poco en este punto…

 

Así como sucede en la sociedad, en la escuela no todos los subgrupos se posicionan de igual manera en el grupo total. Alguno de ellos -ya sea por su mayoría numérica, su prepotencia, por su identificación con la cultura escolar o los modos que otorgan prestigio en el grupo de referencia- se encuentra en una posición de poder que lo convierte en el grupo dominante: aquel capaz de impregnar con su estilo, su identidad, y sus valores al gran grupo. Desde esta posición adquiere un cierto sentido lo que se entenderá como lo normal (aquello que es parte de la norma, lo que es aceptado y se identifica con lo que corresponde y debe ser) y es desde dónde, por confrontación, se definirá lo diferente. Cada uno de los otros subgrupos se posicionará en el grupo total en función de su mayor o menor afinidad con el subgrupo de referencia, adquiriendo una caracterización de mayor o menor normalidad, mayor o menor diferencia.

 

Lo más común es que desde la posición hegemónica se observe al resto de los grupos como si su único rasgo de identidad fuese aquel que marca la diferencia. Así es como los otros pasan a ser los judíos, los homosexuales, los discapacitados, los pobres, los gordos, los extranjeros, los villeros, los wachiturros, las culisueltas, los troskos... como si ese único rasgo alcanzara para definirlos en su identidad. Esta forma de definición implica una doble reducción:

·              En primer lugar, se asume lo diferente como marca de identidad, exclusiva de ese subgrupo y excluyente de cualquier otra. Así, lo que hace que un trosko sea trosko, sólo está en los troskos y en ningún otro grupo. Y, a la vez, un trosko sólo puede ser un trosko, y ninguna otra cosa.

·              En segundo lugar, se entiende lo diferente como déficit.

 

Los otros, los diferentes, pasan entonces a tener una identidad negativa: no se les reconocen sus marcas propias como algo con valor, sino como desviaciones respecto de la normalidad y lo deseable, marcados por el grupo dominante. Se los estigmatiza como la negación de lo que debe ser.

 

En la escuela lo diferente suele entenderse sólo como lo visiblemente diferente: la posición económica, el color de la piel, la vestimenta que se usa, los modos particulares del lenguaje… Esta diferenciación se agrava cuando, además, es compartida por el grupo docente, que legitima la representación de la diferencia. Entonces se hablará de sujetos con necesidades especiales, reforzando la idea de lo diferente como marca de un déficit, y con el convencimiento de que estos sujetos están condenados a ser lo que su origen les marca. Así es que se piensa en la diversidad como grupos culturales absolutamente aislados del resto y plenamente homogéneos en su interior.

 

Ahora bien, esta pluralidad la tenemos en la escuela, y es evidente el requerimiento de una convivencia lo más armónica posible para que la tarea no se vea obstaculizada. Pero también es una oportunidad para que el desarrollo de los sentimientos de autoría -que derivarán en desarrollo de la autonomía- se produzca en contextos más inclusivos que preparen a nuestros alumnos para la construcción de una sociedad más democrática. Entonces, ¿cómo actuar entre diferentes?

Los discursos más extendidos proponen fomentar la tolerancia frente a la diferencia. La tolerancia parecería haberse convertido en la madre de todas las virtudes. Tolerancia que, en definitiva, no es otra cosa que in-diferencia: la negación de lo diferente. Satisfechos con nuestra tolerancia, no nos preocupamos por las condiciones reales en que están estas diferencias, y creyendo construir una escuela democrática y respetuosa de todos, enseñamos a nuestros alumnos a ser indiferentes y a levantar muros. Esta forma de tolerancia la entiendo más bien como un “no te metas conmigo y no me meto con vos”. Entonces pensamos en la escuela como un lugar aséptico, incontaminado de ese fastidio que es lo diferente, y a fuerza de evitar que emerjan las diferencias, vamos recortando el margen del conflicto: dejamos afuera la sexualidad, la religión, la política, las aficiones deportivas y las preferencias culturales; en fin, todo lo que nunca parece ser lo que debería. Y así nos contentamos con una escuela aparentemente integradora, centrada sólo en lo que nos iguala, sin darnos cuenta de que nos hemos quedado con una escuela que versa sobre la nada. No hay de qué asombrarse si esta situación es generadora de tantos chicos desmotivados, abúlicos o rebeldes.

Una actitud opuesta sería ignorar los lazos comunes, y legitimar –e incluso promover- prácticas discriminatorias, dando diferentes oportunidades educativas a cada grupo escolar. O sea, reproduciendo en el interior de las escuelas las mismas diferenciaciones que se sostienen respecto de estas en los circuitos educativos diferenciados, según dónde están insertas y las características socioeconómicas de las comunidades a las que atienden.

O, mal que nos pese admitirlo, una postura aún más difundida: reprimir la diferencia, llevando a primer plano el sistema de sanciones y calificaciones como elemento homogeneizador; y reproduciendo esa misma represión entre los propios alumnos a partir de prácticas  concretas o simbólicas de exclusión. ¿Qué otra cosa es, si no, la línea teléfonica que habilitó el Ministerio de Educación de la Ciudad de Buenos Aires para denunciar prácticas políticas en las escuelas, desconociendo e invisibilizando que la escolarización y la educación lo son por esencia y definición?

 

Las prácticas democratizadoras tienen otras exigencias. Se diferencian de todas estas posiciones no sólo en el hecho de que reconocen la existencia de las diferencias, sino en que además las aceptan como valiosas. Se trata de aceptar y defender la posición de que la comunidad se enriquece con diferentes aportes, y que lo que la define y la caracteriza como comunidad original, única e irrepetible es justamente esa pluralidad –original, única e irrepetible- de aportes que en ella se conjugan.

 

La democratización es la única vía que crea la condición de posibilidad para la verdadera convivencia. Las otras prácticas son descalificatorias, exclusoras, y terminan llevando a la desafiliación social. Y cuando una institución deja de acoger a las personas, deja de reconocerlas como sujetos de derecho. Es el primer paso para la instauración de la violencia, donde no hay otro propósito que la anulación del otro, al que –por desconocimiento- se vive como amenaza para la propia integridad. Sólo desde esta consideración se entienden las prácticas exclusoras –algunas que quedaron sólo en intento, otras aún vigentes- como las que insiste en promover el Ministerio de Educación porteño y están siendo exigidas por algunos grupos de opinión para todo el país.

 

Las prácticas democratizadoras, en cambio, abren las puertas que permiten la afiliación social, la posibilidad de que todos los grupos que conforman esa pluralidad tengan un sentido de común-unión, de pertenencia en referencia a un proyecto en común que a todos los convoca, del que todos forman parte, al que todos aportan, y del que todos se benefician. Implica el reconocimiento de que no puede haber cohesión sin un ideal colectivo que mueva la colaboración de todos. Claro que acá aparece esa pequeña dificultad del lenguaje, hija de los universos interpretativos diferenciados: no a todos nos resuena el vocablo “colectivo” de la misma manera. Y si desde la escuela no se genera un significado común, será difícil ponerse de acuerdo cuando la identidad idiomática es pura fantasía: estamos tratando de comunicarnos, mientras hablamos lenguajes diferentes sin darnos cuenta.

Para ello es necesario que desde la escuela se promuevan espacios de diálogo sobre lo que en realidad está en juego: los intereses y deseos que motivan a cada grupo, y los valores que regulan sus conductas. Mientras no se abran estos espacios, lo otro seguirá definiéndose como lo opuesto.

 

Antes de finalizar, no puedo dejar de destacar que la escuela tiene la función de crear interés por lo extraño. Es un error creer que la precondición de interés para que el aprendizaje sea posible es espontánea y está siempre disponible. Los docentes debemos dirigir la mirada hacia el otro en tanto otro, instalar el interés por lo extraño, sea otra cultura, otro pensamiento, otra posición, otro lenguaje… Ningún niño ni ningún adolescente será perjudicado por escuchar otras voces: la multiplicidad de voces y versiones es condición para el aprendizaje. Necesitamos entender lo diverso y complejo porque esa es la condición de la realidad: la diversidad y complejidad. Partir de otra condición es hacer de la educación una ficción.

 

Para fortalecer la democracia no alcanza con extender la cobertura del sistema escolar; no basta con que se amplíen los cupos en las escuelas. Es necesario que la propia escuela en su conjunto sea un espacio de dinámicas y prácticas de carácter democrático, erradicando de su interior las concepciones que no ayuden a educar en el pluralismo, la inclusión, la participación, la cooperación, la solidaridad; y asumiendo como propias y deseables las tensiones derivadas de la convivencia de lo diferente.  

Las condiciones para una verdadera convivencia pluralista estarán dadas cuando tengamos una apertura tal que nos permita no sólo realizar una crítica a los valores de los otros, sino a los valores propios; cuando seamos capaces de reconocernos e incluirnos como parte de la diferencia.

 

 

Por Viviana Taylor

 

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